Había contemplado los desnudos femeninos de Rubens y Tiziano, de Botticelli y Rembrandt. Conocía (creía conocer) todos y cada uno de los rincones del cuerpo femenino. Por eso, la noche de bodas, cuando vio a su mujer sin ropa, comprendió que ella era un engendro, una bestia. ¡Qué mala suerte haber contraído matrimonio con un adefesio! ¿Cómo se había dejado seducir por aquella tarasca? La echó de casa y pidió el divorcio. Se lo explicó al juez:
–Esa medusa, ese monstruo, señoría, ¡tiene la entrepierna completamente cubierta de pelo!