La nave había descendido sin estrépito, como si el aire mismo hubiese aguardado su llegada desde el principio de los tiempos, con la paciencia de un guardián que abre las puertas a un huésped esperado. No hubo estruendo, ni fuego, ni el temblor que uno imagina cuando lo imposible se materializa; solo un silencio denso, reverente, como si la tierra y el cielo se inclinaran ante el prodigio. Del vientre luminoso de aquella forma metálica surgieron los visitantes: altos, resplandecientes, con un fulgor que no hería los ojos, sino que los envolvía en calma. Caminaban como quien no teme, con la serenidad inquebrantable de los que saben que nada en el mundo puede amenazarlos. Traían consigo maravillas que parecían arrancadas de un sueño antiguo: cajas que producían energía inagotable como pequeños soles domesticados, telas que jamás se manchaban ni se desgarraban, artefactos capaces de cerrar heridas en segundos con un resplandor suave, casi piadoso.
En el mercado improvisado, los humanos los recibían con júbilo. No exigían dinero, apenas una mínima muestra de minerales o semillas. La balanza parecía ridículamente favorable para nosotros.
—¿No lo ves, Ahmet? —dijo Elif, mientras observaba cómo un niño jugaba con un brazalete que emitía luces flotantes—. Es un renacer. Nos dan lo que jamás hubiéramos alcanzado por nosotros mismos.
Ahmet mantenía los brazos cruzados. Su voz salió lenta, casi como un dictamen:
—Lo he visto antes. No con mis ojos, claro, pero en los libros. Llegaban con baratijas de vidrio, espejos, collares de cuentas. Y los pueblos recibían esos regalos con fascinación. Creyeron que eran tesoros. Hasta que comprendieron que los regalos eran anzuelos.
Elif negó con un gesto breve.
—Comparas cosas distintas. Ellos nos ofrecen futuro, no cuentas de colores.
Ahmet apartó la mirada hacia la nave, como si pudiera ver más allá de su superficie.
—En el Río de la Plata, los guaraníes dieron alimentos a cambio de baratijas, y se encontraron encadenados. Y los mapuches, que resistieron, conocieron primero el trueque y luego la pólvora. Siempre fue igual: los que creían recibir un don, pagaban con su mundo entero.
Elif apretó los labios, aferrándose a la esperanza.
—Pero ellos no son conquistadores. Míralos: sonríen, comparten, curan. No exigen nada imposible, apenas semillas, apenas minerales. ¿Qué invasor empieza ofreciendo calor a una anciana?
Ahmet sostuvo la mirada en los alienígenas, que repartían obsequios con esa serenidad sin aristas.
—El disfraz siempre es amable al principio. Nadie entrega tanto por nada.
Un silencio incómodo los envolvió. Frente a ellos, los visitantes obsequiaban a una anciana una caja que emitía un calor suave, casi maternal. La mujer lloraba de gratitud.
Elif quiso creer en la bondad pura de aquel gesto. Ahmet, en cambio, recordó lo que sucedió a los taínos en el Caribe: aceptaron cuentas de vidrio con entusiasmo y, poco después, ya no quedaban para contarlo.
Relato publicado en El Narratorio (Año 10, Nº 116)