jueves, 4 de enero de 2018

Última Navidad en Rusia

“Let heaven exist, though our place be in hell.”
J. L. B.

Cuando despertó, la nieve le había cubierto el uniforme. Estaba totalmente congelado. Parecía de cartón. El fuego se había apagado durante la noche. La noche en que había esperado morir. Pero seguía vivo. “Si yo fuera tú, me levantaría”, dijo la voz.

De pronto escuchó de nuevo el ruido que le había despertado. Explosiones en la lejanía. Las baterías rusas. Podían estar a cinco kilómetros o a quince. No sabría decirlo. Se miró las puntas de los dedos. Estaban azuladas. Había pasado suficiente tiempo en Rusia para saber lo que significaba. Si lograba regresar a sus líneas, se daría por satisfecho si el cirujano le cortaba sólo uno o dos dedos. De pronto pensó que ya no podría coger aceituna. Un año atrás, estaba en el haza de Vergara, en las olivas del Marqués. Por la mañana encendían un fuego con el ramón seco. Y se calentaban. Hacía frío, pero no tanto frío como en Rusia. “Debes levantarte,” le apremió la voz.

Se levantó con mucha dificultad. Estaba cansado. “Deberías caminar,” dijo la voz. No podría pasar un día más en el bosque. Trató de caminar, pero cada paso le resultaba tremendamente penoso. Aún así, paso a paso, comenzó a avanzar. “Es una buena idea caminar hacia el oeste,” dijo la voz. Los pies se le hundían en la nieve. Pensó en tirar el fusil, pero se acordó de lo que le dijo Ginés: los alemanes fusilaban por deserción a los soldados que no llevaban su arma.

Ya hacía dos días que había perdido contacto con el pelotón. Los partisanos les habían atacado al amanecer. Luis, el primero en verlos, había gritado que todos se lanzaran al suelo. Paco, que caminaba al lado, se escondió detrás de un tronco. Él no había llegado a disparar, porque en ningún momento vio a nadie al que disparar. Cuando se levantó, todos habían desaparecido, sus compañeros y los partisanos. El bosque estaba silencioso y tenía la cara cubierta de sangre. Le habían herido. La nieve había contenido la hemorragia.

Pensó que sería una buena idea caminar en dirección oeste. Pero por alguna razón, se desorientó y aquel primer día se adentró aún más en las líneas rusas. Le costaba caminar. Estaba agotado. Los cañones sonaban todavía, pero más apagados. Quizá eran los alemanes, situados más allá. Ángel sostenía que los alemanes no lanzaban munición real; despreciaban hasta tal punto a los rusos que muchas veces creían que echarían a correr como los conejos al escuchar los disparos.

Se detuvo durante un tiempo, apoyándose en un tronco. “No te detengas,” dijo la voz. Tenía hambre, pero el último trozo de pan de centeno se lo había comido la noche anterior. Pensó durante unos instantes en sus compañeros. Estaba seguro de que se habían salvado, deseó que se hubieran salvado. Quizá lo vieron tendido en el suelo con la cabeza llena de sangre y dieron por hecho que había muerto. Alguno de ellos se ocuparía de escribir a casa. Aquella noche, con el permiso de los rusos, celebrarían la Navidad. Y olvidarían la guerra. El capellán cantaría la misa del gallo, a la que era obligatorio asistir, y después comerían, como en el hogar. Una comida que todos habían estado esperando durante semanas.

Un avión sobrevoló las copas de los pinos. Trató de mirar el cielo, pero el ruido desapareció pronto.

Ya no sentía nada. Pensó que tendría que limitarse a tenderse y a esperar que acabara todo. Hubiera esperado morir de otra manera. No así. Comenzó de nuevo a caminar.

De pronto la vio. Era una mujer. No muy alta, pelirroja. Había salido de detrás de un árbol. Le estaba apuntando con un fusil alemán. Le decía algo, pero él no podía entenderla. Estaba tan cansado que ni siquiera tenía fuerzas para levantar los brazos.

Quiso decirle algo, pero no recordaba ninguna de las frases en ruso que le habían enseñado en el cuartel. “Tranquila, tranquila,” dijo. Fue lo único que se le ocurrió.

Ella seguía hablándole, mientras se acercaba.

De pronto, algo le golpeó en el pecho. Lo sintió caliente. Se encontró tendido en la nieve. Miró el cielo azul y, luego, el rostro de la rusa, que le miraba. Pensó que era muy guapa. Quiso darle las gracias, pero, por algún motivo, no pudo decir nada.

#cuentosdeNavidad