Estuve tomando café con un amigo que no soporta los móviles. Lo dice así: «Los odio». Cuando ve a alguien mirando la pantalla en el metro, en un bar, en cualquier parte, se enfurece. Dice que la gente ya no vive. Que solo mira. Que la humanidad se ha rendido.
Yo no estoy tan seguro.
Quizá ese muchacho que casi choca conmigo esta mañana simplemente buscaba la tienda de miniaturas de Warhammer que le recomendaron. Va perdido. El navegador le indica calles, giros, distancias. Sin el móvil caminaría en círculos durante horas. Antes preguntábamos. Ahora consultamos. No sé si hemos perdido o ganado algo.
Aquel tipo en la sala de espera del dentista llevaba auriculares. Mi amigo lo señalaría con desprecio: «Míralo, ausente del mundo». Pero ese hombre estaba viendo, quizá, un vídeo de Eva Tobalina. O de Emilio Ablanedo. O de Antonio Muñoz Lorente. Aprendía algo mientras aguardaba que le perforasen una muela. ¿Es eso tan terrible?
La mujer junto a la ventana lee en su móvil. Pantalla grande, casi como un lector electrónico. Puede que sea Kavafis. «En los momentos de crisis, encontraré de nuevo mi espíritu...». O puede que sea basura. No lo sé. Prefiero pensar que es Kavafis.
En un parque, un niño ignora a sus abuelos. Cierto. Mi amigo diría que es imperdonable. Pero ese niño juega una partida de ajedrez con un competidor sueco. Aprende gambitos, defensas, estrategias. Sus abuelos hablan de cosas que él no entiende. De vecinos muertos, de achaques, de tiempos mejores. El niño construye su propio mundo. Como hicimos todos.
Sí, ya sé. Lo más probable es que esté en TikTok. Viendo cómo alguien baila mal o cuenta chistes peores. La mujer junto a la ventana mira Instagram. Fotos de vidas falsas, cuerpos retocados, felicidad prefabricada. El hombre de la sala de espera del dentista escuchaba un audio de WhatsApp. Cinco minutos de alguien que podría haber escrito tres líneas. Y aquel del fondo, sí, ese mira porno. En pleno día. En público. Sin vergüenza.
Pero prefiero no pensar mal por principio.
Mi amigo odia los móviles. Dice que destruyen conversaciones, que alejan a las personas. Tiene razón. Pero también sirven para encontrar tiendas de miniaturas, leer a Kavafis y jugar ajedrez con suecos.
Y cité a Sabato: «Hay que confiar en que la humanidad tiene salvación, aunque no la tenga».
Me miró como si estuviera loco.
Luego sacó su móvil. Consultó algo. No pregunté qué.
Pagamos el café. Salimos. La gente seguía mirando pantallas en las aceras, en los bancos, en todas partes. Él resopló. Yo rocé el móvil con los dedos, pero no lo saque.
Caminamos en silencio. Todos iban mirando el móvil.
Preferí pensar que todos leían a Kavafis.