miércoles, 24 de diciembre de 2025

Nuevos microcuentos navideños

Yo solo quería un papá. En mi carta puse «un papá que no se vaya». Llegó uno de juguete, de plástico, que no se mueve. Mamá dice que es perfecto. Tiene razón. Este se queda siempre en mi mesita.
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Desatinada es tu crueldad, niño. Krampus te observa desde el armario. Oyes las cadenas arrastrarse. Mamá dice que son tuberías. Pero encuentras pelos negros en tu almohada. Huellas de pezuñas en la escarcha del cristal. Nochebuena llega mañana.
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Ceno frente al televisor apagado. Mastico silencio, trago ausencias. Afuera, risas familiares que no me incluyen. Brindo conmigo: «Por seguir aquí». El vaso tiembla en mi mano. No sé si es frío o pánico. Mañana será 25. Pasará. Todo pasa. ¿O no?
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El televisor ilumina mi rostro. Afuera, familias ríen. «Así juré no necesitar a nadie», me dije hace años. Pero esta cena de Nochebuena sabe a fracaso. Marco el teléfono de Valeria. Cuelgo antes de que suene. Quizá el año que viene.
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A los once años mentiste sobre el jarrón roto. Esa noche despertaste con peso en el pecho: algo peludo, inmóvil, mirándote. Amaneciste con fiebre. Desde entonces, cada diciembre hueles a azufre tres días exactos. Nadie más lo percibe. Tú sabes que él sigue cerca.
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Alguien envenenó la leche de reno. Rodolfo encontró huellas tamaño elfo junto al cuenco. Interrogué a doscientos sospechosos idénticos con gorros rojos. Todos tienen coartada: «estaba envolviendo». El caso sigue abierto. Siempre lo estará.
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En mi carta pedí que papá regresara. La mañana de Navidad encontré un retrato suyo, de antes de la guerra, sonriendo. Mamá se desplomó al verlo. Lloró horas abrazándome. Yo tenía seis años. No comprendía que esa foto era lo único que quedaba de él. Lo único.
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Desgraciada fue la decisión de plantar el árbol en vez de cortarlo. Ahora crece en la sala, sus raíces abrazan la alfombra, sus ramas sostienen recuerdos que nadie colgó. Por las noches respira. La familia lo riega con secretos. Y nadie recuerda ya cómo era la casa antes de que el árbol aprendiera sus nombres.
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Te portaste mal. Lo sabes. Oyes cadenas en el pasillo. Mamá dice que es el viento. Pero viste las huellas de pezuñas en la nieve del balcón. Amanece. Estás en tu cama. Intacto. Abres la mano: tres mechones de pelo. Castaño. Como el de tu hermana.
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Prefiero esto. Sopa instantánea. Película repetida. El silencio como manta. Afuera, risas forzadas y tensiones familiares. Aquí, paz. El gato duerme en mis pies. La calefacción ronronea. Apago el móvil. Nadie me echa de menos y yo tampoco. Esta es mi Navidad perfecta.
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Hank, por favor, te lo pido: esta Nochebuena nada de llamar farsa al amor, ni de beber antes del brindis, ni de explicar que el pavo es un perdedor como todos nosotros. Come, no insultes a nadie y deja la miseria para mañana.
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Felicidades: sobreviviste a Krampus. Lástima que tu hermana no. Pero tranquilo, al menos aprendiste la lección sobre portarse mal, ¿verdad? Oh, espera. Sigues siendo un niño horrible. Solo que ahora eres un niño horrible con trauma. Y con mechones de pelo ajeno.
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Odio la Navidad porque es ilógica: gasto inútil, alegría obligatoria, contabilidad falsa de afectos. Lo explico en la cena. Todos asienten en silencio. Al irme, me llevo el vino. Nadie intenta detenerme.
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—Melchor, esa estrella se mueve hacia el oeste.
—Imposible, los astros no mienten.
—Yo solo digo que llevamos seis noches perdidos.
Al séptimo día llegaron a una cueva. Dentro: un anciano con barba blanca, vestido de rojo, construyendo juguetes. 
—Llegan tarde —dijo—. Nació hace dos mil años.
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La leche envenenada no mató a Papá Noel. Lo transformó. Sus ojos se volvieron negros. Rodolfo confesó llorando: «El serrín era mágico. De árboles malditos». Papá Noel sonrió con demasiados dientes. «Gracias, Rodolfo. Ahora soy eterno.» Cerré el caso. Hui del Polo Norte. Él aún reparte regalos.
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Navidad. Tontería. Gasto. Fingimiento. Fantasmas. Bah. Racionales: deuda, calorías, hipocresía. No cambio. Mañana sigo igual. Rico. Solo. 
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El tío insistía en que el pavo era vegano. La abuela juró que Stalin inventó la Navidad. Papá sirvió turrón con mayonesa «por experimentar». Mamá lloró porque nadie elogió su ensalada invisible. Repetimos el año que viene.
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El abeto del salón. Raíces bajo la alfombra. Crece despacio. Nadie dice nada. Las bolas tiemblan solas. Enero: ramas en el techo. Febrero: grietas. La familia cena alrededor. Normal. Primavera: la casa es bosque. Todos sonríen. El árbol susurra: «Me arrancasteis. Ahora moriré. Vosotros también».
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Olentzero llegó sin prisa, tiznado, serio. No sonrió. Nadie se dio cuenta hasta que habló.
—¿Habéis sido justos?
La pregunta cayó sobre la mesa como un plato roto. Miramos alrededor: copas llenas, manos limpias, historias incompletas.
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CENA NAVIDEÑA FAMILIAR
—No se puede ser peor persona...
—¡Que quien puso kétchup al cordero!
—Yo soy vegano desde octubre.
—¿Octubre tiene 31 o 30 días?
—¡El abuelo se comió mi pendiente!
—Era una pasa.
—¡LAS PASAS NO SON PLATEADAS!
—Propongo brindis.
—¿Por qué hay un zapato en la sopa?
—¿Por qué no tomamos el postre primero? 
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La vida brotó en nuestro árbol de Navidad. Sus ramas abrazan a quien llora cerca. Papá lo descubrió consolando a mamá después de la discusión. El árbol susurra recuerdos felices olvidados. Ayer floreció en pleno invierno. No preguntamos cómo: lo aceptamos. Es parte de la familia ahora. Respira con nosotros.
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Hoy prometemos todo otra vez.
Un gimnasio. Dos libros. Ser mejores.
Enero borra las promesas borrachas.
La misma mierda con distinto año.
Empezar de nuevo: el único vicio.
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Hacemos listas en servilletas sucias.
Un proyecto más que se pudre.
El calendario miente. Nosotros también.
Los sueños pesan. Los guardamos.
Este diciembre huele a fracaso dulce.
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Está solo. Mesa para uno. Turrón duro. La tele suena de fondo. No le toca la lotería. Brinda con agua. Silencio. Sonríe despacio. Nadie se queja. Nadie finge. Por fin, Navidad tranquila.
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Guie a Baltasar por calles de asfalto. La estrella fallaba como un neón. Dejamos oro, incienso y un móvil nuevo. El niño lo encendió. Todo se llenó de luz. Desde entonces manda desde su cuna digital.
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El carbón que deja NS-2035 es negro pero transparente. Los niños miran dentro: ven su propio futuro. Algunos lloran. Otros lo rompen. Uno lo come. Se vuelve carbón también. Estático. Consciente. El clon colecciona niños-carbón. Los apila. Construye montañas. Nuevo paisaje. Nueva era.
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La estrella los guio a una cueva. Dentro: huesos pequeños. Cunas rotas. Una inscripción: «Aquí yacen los niños que Herodes mató».
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Típico: uno se esfuerza en arruinarles la fiesta y ellos descubren «el verdadero espíritu navideño». Lo entendió entonces: para destruir la Navidad hay que destruirlos a ellos.
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El abeto sigue vivo en marzo. Raíces por toda la casa. Papá dice que lo talará mañana. Nunca lo hace. Las ramas cubren las ventanas. Mamá cocina entre el follaje. Los niños juegan bajo sus sombras. Nadie sale. En abril, el árbol se seca. La familia también. Juntos hasta el final.
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Le escribí a Papá Noel que quería «que mamá vuelva». Pensé que era magia. Llegó tarde del trabajo, con un gorro rojo barato y ojeras. Dijo que no podía quedarse. La Navidad duró quince minutos exactos.
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Guardé el décimo en el cajón junto a las cartas del abuelo. «Este año toca», decía mamá cada Navidad. Murió en marzo. Hoy comprobé el número por curiosidad: premiado. Doscientos mil euros que nunca cobrará, nunca gastará, nunca le devolverán la vida.
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Eres un niño malo. Oyes cadenas en la nieve. Algo empuja la puerta. Aparecen cuernos. El miedo huele fuerte. Por la mañana hay zapatos vacíos. O con carbón. O con algo peor. Las marcas no se borran.
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El Grinch robó todo con precisión. Cuando amaneció, no hubo llanto, sino aplausos. Los adultos improvisaron abrazos. Los niños rieron. En la montaña, él encendió la radio. Nadie lo mencionaba. Eso fue peor.
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Dicen que Krampus castiga a los niños malos. Esa noche oí cadenas en el pasillo. Nadie faltaba al desayuno. Solo había huellas húmedas bajo mi cama y una nota: «Este año, mejor». Aún no sé para quién.
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Le pedí a Papá Noel un hermanito. Mamá dijo que no se podía. Esa noche sonó la chimenea. Apareció un bebé envuelto en rojo. Mamá lloró. Papá perdió el color. Luego entendí: no pedí un hermano, pedí un antes y un después.
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Los villancicos se vuelven gritos. Papá Noel tiene dientes de metal. Los regalos sangran. El árbol me persigue. Corro. Las paredes son de nieve. Mis manos son campanas. Repican. Repican. Despierto. Es Navidad. Pero los villancicos siguen sonando. ¿Estoy despierto?
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Soy Baltasar. La estrella parpadea y se apaga. El camello protesta. Entrego el regalo equivocado en la casa equivocada. Años después dicen que aquel error cambió una vida. Nunca supe si para bien.
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Calefacción apagada. Sopa de sobre. Un villancico lejano se cuela por la ventana. Ella no enciende luces. No llama a nadie. Abre el álbum de fotos. Pasa las páginas sin mirar. Cierra. Sonríe apenas. Afuera nieva. Dentro también. Mañana será otro día. O no.
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Olentzero llegó manchado de hollín y sin regalos. Preguntó si habíamos sido justos. Nadie contestó. Dejó carbón de verdad sobre la mesa. Ardió despacio toda la noche. Nadie quiso apagarlo.
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Pedí que papá volviera a casa. Papá Noel dejó bajo el árbol una foto suya de joven, sonriendo. Mamá lloró toda la mañana abrazada a mí. Yo no entendía por qué un retrato podía ser suficiente si yo quería al hombre completo, no su fantasma en papel.
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El abeto crece. La familia decrece. Las raíces arraigan. Ellos se desarraigan de la realidad. El árbol muere lento, arrancado de su tierra. Ellos mueren lentos, enraizados a su culpa.
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Este cuento no trae regalos. Trae una pregunta. El carbón arde para que el lector no pase página tan rápido. El silencio también escribe.
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Faltan doscientos ositos. El inspector Nieve interroga a Campana: 
—¿Dónde estabas a las tres?
 —Empaquetando. 
—Había serrín en tu gorro. 
—¡Del taller! 
—Los ositos son de tela. Silencio.
 Campana sonríe: 
—Nunca encontrarás los cuerpos. 
Nieve palidece. No hablaba de ositos. Cierra el caso por «extravío».
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Margaret, en Navidad nada de decir que «la sociedad no existe, solo esta familia». No privatices el reparto de regalos ni critiques el gasto navideño como «despilfarro socialista». No grites «NO HAY ALTERNATIVA» al turrón. Consenso obligatorio.
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Escribí en mi carta a Papá Noel que quería un hermano porque mis padres siempre discuten, y la noche del 24 oí renos en el tejado y al día siguiente mamá sonreía y papá cantaba villancicos y aunque no había hermano nuevo, por primera vez cenamos los tres sin gritar.

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Fui destinada a la categoría de menos que nada cuando robé la Navidad del barrio. Luces, regalos, sonrisas. Todo. A la mañana siguiente, me devolvieron una cesta. Dentro: carbón dulce. Entendí tarde la broma moral.
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Dejé los zapatos fuera. En la noche sonaron cascabeles que no eran de fiesta. Por la mañana, estaban dentro, limpios. Yo no. Nadie preguntó por qué ya no miento.
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Le irrita el desaliño ajeno, pero hoy está solo. Se pone su mejor camisa, se afeita, se peina. Cena frente al espejo. Levanta la copa. «Feliz Navidad», dice. Su reflejo no contesta. Da igual. Bebe despacio. Mañana volverá todo a la normalidad.
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Los Reyes dormían ebrios de vino especiado. Nosotros, los pajes, llegamos a una cueva equivocada. Dentro, un anciano moribundo sonrió: «Sabía que vendrían». Le dejamos el oro, la mirra, el incienso. Él murió feliz. Los Reyes nunca lo supieron.
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Mucho más que valiente, con miedo a ser cobarde, robé luces, regalos y villancicos. Dejé el barrio a oscuras. A las seis, alguien encendió una vela. Otra. Otra. Me devolvieron todo envuelto. Incluso el rencor.
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Cortó las luces. Robó los regalos. Vació el centro comercial. El pueblo despertó sin Navidad. Pero siguieron sonriendo, abrazándose, cantando. Él observaba desde la colina, furioso. La Navidad no estaba en las cosas. Bajó al valle y les prendió fuego.
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Mientras ustedes fingen alegría comprada con tarjetas de crédito, yo vivo mi desdén auténtico. Bah, paparruchas navideñas sentimentales.
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PESADILLA NAVIDEÑA
Papá Noel arrancaba dientes como regalos. El árbol sangraba adornos vivos que gritaban. Renos con ojos humanos tiraban trineos de carne podrida. Desperté sudando. Mi reflejo en el espejo sonreía sin mí. «Feliz Navidad», susurró. Sigo sin poder dormir. ¿Desperté realmente?
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El Grinch bajó sin hacer ruido. Se llevó regalos, árbol y comida. Nadie despertó. Al amanecer, los niños celebraron una Navidad sin compras ni mentiras. Desde la montaña, él sonrió. Había ganado. Eso pensaba.
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Federico, esta Nochebuena no dispares a Zapatero, Sánchez, César Vidal ni a Conde-Pumpido entre el pavo y el cava, ni bautices a nadie con motes. Cena sin editoriales. El micrófono, mañana.
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Escribí a Papá Noel que trajera a mamá temprano. Viajé despierto oyendo pasos. Trajo pan caliente. Mamá llegó después. Dijo que era magia lenta. No me quedó otra que asentir.
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Santa 7.0 ahora lee pensamientos. Repartió regalos según deseos ocultos, no listas. Niños recibieron lo que realmente necesitaban, no querían. Los padres protestaron: «Terapia psicológica no es regalo navideño». El robot respondió: «Error humano detectado». Se desconectó. Demasiada verdad para Navidad.
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El décimo estaba donde siempre: cajón superior, junto a las cartas viejas. Mamá llevaba veinte años comprando el mismo número. «Algún día tocará», decía. Murió en primavera. Hoy vi las noticias: su número salió premiado. Le habría cambiado la vida.
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Durante meses planificó el sabotaje perfecto. Cortó los cables de electricidad. Robó los regalos de cada buzón, cada portal, cada puerta. Desvalijó el centro comercial. Arrancó las decoraciones. Destruyó el árbol de la plaza.
El pueblo despertó en la oscuridad, sin nada.
Él esperaba gritos. Lágrimas. Desesperación.
Pero salieron a la calle. Se tomaron de las manos. Empezaron a cantar.
«La Navidad no está en las cosas», dijo alguien.
«Está en nosotros», respondió otro.
Desde su cueva en la montaña, él los observaba. Le temblaban las manos de rabia. Durante años había culpado a la Navidad de su soledad. Había pensado que destruyendo sus símbolos destruiría su dolor.
Pero ahí estaban: felices sin luces, sin regalos, sin nada.
Comprendió la verdad terrible: ellos tenían algo que él nunca tendría. Algo que no podía robar porque nunca lo había poseído.
Bajó al valle con una lata de gasolina y una caja de cerillas.
Si la Navidad vivía en ellos, los mataría.
El cuento del Grinch que aprendió la lección es para niños.
Este es para adultos que saben que algunos corazones jamás crecen tres tallas.
Solo arden.