sábado, 20 de diciembre de 2025

El hombre que destruyó la Navidad

A las siete de la mañana, Rune Silverfors estaba solo en la sala de manuscritos. Llevaba el mismo jersey gris de lana fina desde hacía años, con los codos gastados, y unos zapatos negros gastados y manchados de polvo, que parecían tan antiguos como la biblioteca de Uppsala donde se encontraba. Pasó una página con cuidado. No sonrió. No suspiró. Anotó una fecha en el margen de su cuaderno: 14-15 de agosto, año 5 antes de nuestra era.

Habían pasado más de tres décadas desde que empezó. Treinta y dos años de estudio continuo. Invierno tras invierno. Veranos breves. Archivos cerrados por reformas. Bibliotecas abiertas por error. Silverfors no era un hombre de fe. Tampoco de polémica. Era filólogo. Bibliógrafo. Arqueólogo ocasional por necesidad. Trabajaba solo. Siempre había trabajado solo. Decía que la investigación histórica no admite testigos. Solo pruebas.

Recorrió bibliotecas y archivos como quien sigue un rastro mínimo. Roma. Alejandría. Estambul. Jerusalén. Monasterios sin calefacción. Universidades sin presupuesto. Rescató del olvido viejos papiros. Estudió cincuenta evangelios apócrifos. Tradujo manuscritos en griego koiné, siríaco y copto. Analizó palimpsestos donde una oración medieval ocultaba un texto anterior, raspado con prisa. A veces el raspado dejaba huellas. A veces no.

Dormía poco. Comía mal. Tomaba notas a lápiz. Siempre a lápiz. Decía que la tinta era demasiado definitiva. Su método era simple. No asumir nada. El error común era diciembre. La costumbre. La repetición. El nacimiento de Jesús no estaba fechado con precisión en los textos canónicos. Eso era sabido. Lo que nadie había hecho era cruzar de forma sistemática los textos apócrifos con los calendarios civiles, los censos romanos y las festividades judías. Silverfors lo hizo.

La investigación avanzó por acumulación. No por intuición. Fechas dispersas. Referencias astronómicas a una luna tardía. Un censo imposible en invierno. Pastores que no podían estar al raso en diciembre. El margen de error se estrechó con los años. Hasta desaparecer.

La conclusión llegó una noche de agosto. No fue un momento épico. Fue silencioso. Jesús había nacido el 14 o el 15 de agosto del año 5 antes de nuestra era. Durante el reinado de Herodes el Grande. Herodes seguía vivo. Gobernaba Judea. Los registros fiscales y las fuentes históricas lo confirmaban. Jesús no podía haber nacido después de su muerte. No había duda razonable. No para Silverfors.

Publicó el primer artículo en sueco. En una revista académica de tirada limitada. El texto era seco. Técnico. Preciso. Pasó casi desapercibido. Un año después, publicó una versión ampliada en alemán. El impacto fue mayor. Hubo reseñas. Objeciones formales. Ninguna refutación sólida. Finalmente, el artículo apareció en inglés. Entonces llegó el ruido.

Los titulares fueron simples. Brutales. «El hombre que destruyó la Navidad». El nombre de Rune Silverfors empezó a circular fuera de los círculos académicos. Lo llamaron iconoclasta. Provocador. Ateo. En el hemisferio sur, sin embargo, hubo una reacción distinta. En Argentina, Brasil, Australia. Artículos menores. Columnas curiosas. Una satisfacción apenas disimulada. Por fin la Navidad podría dejar de celebrarse en pleno verano. Por fin el calendario y el clima coincidían. Aquello no mitigó la furia en los otros lugares. En los países donde la Navidad estaba ligada al inicio del invierno, al frío y a la oscuridad, Silverfors se convirtió en una amenaza. Él siguió yendo a la biblioteca a la misma hora. Compraba pan negro y mantequilla. Evitaba las entrevistas. Aceptó una. Solo una.

Fue para Dagens Nyheter. Un periodista joven. Traje barato. Grabadora sobre la mesa.

—¿Es consciente de lo que implica su investigación? —preguntó.

Silverfors miró la grabadora. Luego al periodista.

—Implica una fecha —dijo—. Nada más.

Las reacciones no fueron académicas. Hubo comunicados. Cartas. Llamadas. Instituciones religiosas cuestionaron el método sin refutar los datos. Universidades retiraron invitaciones. Un congreso fue cancelado «por razones logísticas». Un proyecto de financiación quedó paralizado sin explicación. Silverfors no presentó quejas.

La conspiración no fue explícita. No hizo falta. Bastó con el silencio coordinado. Con la omisión. Con la sospecha instalada. Silverfors perdió un puesto honorífico. No protestó. Decía que los cargos no alteran los hechos.

En un café de Estocolmo, un colega le preguntó si valía la pena.

—No se trata de la Navidad —dijo Silverfors—. Se trata del método.

—¿Volverías a hacerlo?

Silverfors tardó en responder.

—No había alternativa.

Hoy su nombre aparece en notas a pie de página. La Navidad sigue siendo en diciembre. Los belenes se montan. Los villancicos suenan. En los archivos, sin embargo, hay una fecha anotada a lápiz, precisa y discreta: 14 o 15 de agosto del año 5 antes de nuestra era, durante el reinado de Herodes.

No hay victoria en eso. Tampoco derrota. Solo un hecho. Y la certeza de que, a veces, la verdad no necesita ser creída para existir.