Inés descubrió su talento una mañana cualquiera. Pronunció «buen día» y de su boca salió un fulgor diminuto, casi invisible, que dejó un rastro luminoso. Comprendió entonces que todas las palabras amables estaban vivas. Eran criaturas frágiles que dependían de nosotros. Cada vez que alguien insultaba o callaba, un brillo se apagaba.
Con el tiempo, la ciudad se ensombreció. La gente dejó de usar palabras cálidas y los pequeños seres murieron. Las voces adquirieron un tinte metálico, hueco, como puertas viejas al cerrarse. Las discusiones sonaban a choques de hierro y las conversaciones a golpes secos. Algunos decidieron comunicarse con gestos bruscos, miradas torcidas o gruñidos que pretendían sustituir los matices perdidos.
Inés, incapaz de aceptar esa extinción, capturó el último «gracias». Lo vio flotar débilmente, como una luciérnaga cansada, y lo cerró en un frasco limpio. Desde entonces lo guarda en su mesa. A veces despierta en la noche y lo encuentra brillando, recordándole que aún queda un respiro de ternura.
No sabe si soltarlo algún día. Quizá esté esperando un instante propicio. Quizá espere a alguien que sepa pronunciarlo sin romperlo.
Con el tiempo, la ciudad se ensombreció. La gente dejó de usar palabras cálidas y los pequeños seres murieron. Las voces adquirieron un tinte metálico, hueco, como puertas viejas al cerrarse. Las discusiones sonaban a choques de hierro y las conversaciones a golpes secos. Algunos decidieron comunicarse con gestos bruscos, miradas torcidas o gruñidos que pretendían sustituir los matices perdidos.
Inés, incapaz de aceptar esa extinción, capturó el último «gracias». Lo vio flotar débilmente, como una luciérnaga cansada, y lo cerró en un frasco limpio. Desde entonces lo guarda en su mesa. A veces despierta en la noche y lo encuentra brillando, recordándole que aún queda un respiro de ternura.
No sabe si soltarlo algún día. Quizá esté esperando un instante propicio. Quizá espere a alguien que sepa pronunciarlo sin romperlo.