martes, 9 de diciembre de 2025

Dinosaurios

 I. La cabaña

No sé cuánto tiempo me queda. Quizá minutos. El silencio aquí, en Korpisliden, nunca fue tranquilizador, pero hoy suena como si hubiera sido vaciado por dentro. No queda rastro de internet desde hace horas. Ni un solo pitido del router. Nada.
Me llamo Håkan Edlund, investigador privado, de Malmö, 48 años. Y descubrí algo que me habría gustado no descubrir. Por eso escribo esto. Dejaré estas notas en un pendrive, que esconderé debajo de la piedra lisa junto al escalón, donde también guardo la llave para que el vecino, Lars Viklund, pueda entrar cuando estoy fuera. Quizá lo encuentre él. O el repartidor. Ojalá que ellos no lo encuentren antes.

La historia tampoco es mía. Comienza hace casi dos siglos, con un geólogo que jamás imaginó el eco de sus actos: Charles Lyell. Sus seguidores, convencidos de la necesidad de un relato que explicara el tiempo profundo, inventaron los primeros huesos. No esqueletos completos, claro; solo fragmentos. Los enterraban en lugares remotos de Escocia y Gales. El juego, por lo que he averiguado, era casi un pasatiempo académico: fabricar huellas de un pasado incuestionable, tan lejano que nadie pudiera contradecirlo.

Décadas después, nuevos actores entraron en escena. Los discípulos de Charles Darwin, agrupados en una sociedad clandestina que llevaba un nombre tan anodino que parecía inocente: The Continuity League. Pretendían reforzar la teoría de la evolución con evidencia fósil. Lo demás lo conocemos: museos, artículos, conferencias. Lo que no sabemos —o no sabíamos— es que muchísimas piezas eran moldeadas en sótanos húmedos, con yeso y pigmentos minerales.

La involuntaria genialidad de la operación consistía en mezclar esas piezas falsas con restos auténticos de especies extintas no dinosaurianas. De este modo, nadie podía desmontar el conjunto sin dinamitar la paleontología entera.

En Estados Unidos, la conspiración adquirió forma épica. Allí, dos paleontólogos famosos —Edward Drinker Cope y Othniel Charles Marsh— se afiliaron a la Continuity League. Su rivalidad fue tan feroz que estuvieron a punto de arruinarlo todo. A medida que competían por «descubrimientos», enterraban pruebas falsas que otros miembros no controlaban. Por un error de Cope apareció un cráneo con marcas de herramienta moderna. Por un descuido de Marsh, un esqueleto presentaba dos húmeros idénticos. Estuve revisando fotografías de archivo: aquella simetría absurda fue la grieta que me dio la primera pista.

La conspiración, sin embargo, no se desmoronó. A finales del siglo XIX, un grupo inesperado vio más potencial que riesgo: la Asociación de Jugueteros de Midwood, en Massachusetts. Ellos comprendieron que la fascinación infantil podía convertirse en un negocio suculento. Durante un siglo financiaron discretamente exposiciones, campañas educativas y manuales escolares.

Con el tiempo, el engaño se fue sofisticando. Ya no bastaba con maquillar informes ni falsear coordenadas; tuvieron que inventar incluso teorías enteras para que nadie sospechara. Así nació la historia del cráter de Chicxulub: un relato académico impecable, citas cruzadas, gráficos imposibles y expertos repitiendo lo mismo con idéntica convicción. Nadie parecía notar que el supuesto impacto era otra patraña cuidadosamente alimentada, un velo brillante para explicar la extinción de los dinosaurios sin que nadie preguntara por lo que de verdad ocurrió. A veces me pregunto cuánto más están dispuestos a inventar.

Mi investigación avanzó despacio, casi sin quererlo. Llevaba años trabajando casos aburridos: fraudes de seguros, infidelidades tristes, herencias discutidas. Un día, mientras ayudaba a un geólogo local con un asunto de contrabando minero en Jokkmokk, vi un informe sobre un supuesto fémur de alosaurio. Tenía la misma grieta en espiral que aparece cuando se trabaja el yeso caliente. Era idéntica a otra que había visto en un museo de Copenhague. Y a otra en un artículo viejo sobre Cope.

Demasiada coincidencia.

Seguí tirando del hilo. Los juguetes eran aún más reveladores. La línea «DinoTales» de Schleich presentaba modelos idénticos a bocetos confidenciales de 1912 conservados en el archivo privado de Midwood. ¿Cómo era posible? Luego Mattel lanzó aquel tiranosaurio que rugía igual que un prototipo descrito en una carta de un miembro veterano de la Continuity League. No era inspiración artística: era continuidad literal.

Y llegamos al presente. Lo que voy a decir causaría risa si no fuese tan siniestro. Los principales financiadores de la conspiración son Universal Pictures y Amblin Entertainment. Tienen en nómina —o tenían, en el caso de los muertos— a escritores como Michael Crichton y, más recientemente, Ethan Pettus. No para asesoramiento científico, sino para reforzar la narrativa audiovisual: para que el imaginario popular fuera irrompible.

Cuando contacté con Pettus, intenté sonar ingenuo. Le envié un correo con preguntas absurdas para comprobar su reacción. No respondió. A los dos días, el mensaje desapareció de mi bandeja de enviados. No solo faltaba en el servidor: faltaba del disco duro. Como si nunca lo hubiese escrito. Un detalle nimio, pero suficiente para que supiera que alguien tenía acceso a mis dispositivos.

Llevo una semana en esta cabaña, trabajando sin descanso. La mayor parte del tiempo pensé que me seguían, pero no los veía. No verlos me inquietaba aún más. Esta mañana escuché un dron sobrevolar la zona. Minutos después, la conexión murió.
No parece casualidad.

Termino. Si alguien lee esto: los dinosaurios no existieron. Nunca caminaron por la Tierra. Pero la fe en ellos sí. Y es más poderosa que cualquier fósil verdadero. Intentan proteger esa fe. Y silenciarme.

Oigo pasos fuera. No son de Lars.

Dejaré el pendrive bajo la piedra. Ojalá sirva.

 

II. Los Ángeles

La oficina ocupaba la planta cincuenta y tres del edificio Aon Center. Tenía paredes de vidrio tintado y muebles geométricos que parecían diseñados para disuadir cualquier gesto humano. El aire acondicionado rugía con discreción mecánica.

Tres hombres estaban reunidos en torno a una mesa de nogal oscuro. Ninguno llevaba corbata, lo que no hacía la escena más amable. El primero, Gerald Lansing, representante de Amblin Entertainment, revisaba unos informes con expresión rumiada. El segundo, Elliot Rourke, directivo de Universal Pictures, miraba por la ventana con gesto crispado, como si calculara la caída hasta la calle. El tercero, Samuel Brackett, consultor vinculado a diversas empresas jugueteras, bebía agua con movimientos cortos, casi de reptil.

Llevaban esperando diez minutos, así que empezaron a charlar. Comentaron el último partido de los Rams. Matthew Stafford, el quarterback, se había vuelto a lesionar contra los Bears, una tarde húmeda que no ayudó a nadie.

—Lo de siempre —murmuró Lansing—. Un brazo capaz de lanzar un misil a ciegas y luego… zas, otra vértebra pidiendo auxilio.

Rourke asintió.

—Aun así, cuando se planta firme, es arte. ¿Visteis ese pase lateral contra el blitz? Solo él hace eso.

Brackett sonrió.

—Sí, pero su espalda ya no acompaña. Y ahora algunos dicen que está sobrevalorado.

—Sobrevalorado mis narices —replicó Lansing—. Nos dio un anillo. Eso no lo borra nadie.

La puerta se abrió sin aviso. Entró un hombre ancho de hombros, barba de dos días y unos ojos tan tranquilos como los de un gato satisfecho. Se llamaba Bruno Kessler, aunque dentro de la Sociedad nadie usaba su nombre real. Cerró la puerta detrás de sí con suavidad.

No hubo saludos.

—¿Y bien? —preguntó Rourke.

Kessler les explicó brevemente cómo su equipo había resuelto lo que llamó «la situación».

—¿Algún cabo suelto?

—Hemos comprobado la zona —dijo Kessler—. La cabaña estaba destrozada cuando llegaron nuestros técnicos. Y no quedaba nada.

—¿El vecino? —preguntó Rourke sin girarse.

Kessler asintió.

—Pagamos lo acordado. Diez millones. Firmó. No habrá más ruidos.

Rourke sonrió con una rapidez malsana.

—¿Y cree que cerrará la boca?

—La cerrará —respondió Kessler—. Le han detectado un cáncer avanzado. Bueno… se lo detectarán en un mes. Los síntomas ya empezaron.

Lansing dejó los papeles sobre la mesa.

—¿Alguna posibilidad de que Edlund dejara copias?

—Mínima —dijo Kessler—. Lo vigilamos desde que contactó con ese escritor. Sabíamos que iba a intentar algo. Pero no llegó a enviarlo. Su conexión cayó a tiempo.

Rourke por fin se volvió.

—Siempre hay alguien que vuelve a cavar donde no debe —dijo—. Pero la tierra se encarga de todo. La tierra y el dinero.

Guardaron silencio unos segundos. Podía oírse la vibración tenue del ascensor, como si un gigante bostezara en las entrañas del edificio.

—Un investigador muerto, un vecino comprado, ningún escándalo —resumió Lansing—. Y las ventas siguen subiendo. Buen balance.

Brackett cerró su botella.

—¿Algo más?

Kessler negó con la cabeza. Los dinosaurios seguirían existiendo mientras pagasen por ellos.

La reunión terminó. Salieron de la sala con paso tranquilo, casi despreocupado. Tras la puerta, la mesa quedó sola, reflejando en su barniz oscuro cuatro sombras que se extinguieron sin ruido. Como si nunca hubieran estado allí.