Duncan MacAllister está encadenado en una cueva. Hay una lámpara de camping en la esquina. Una cámara montada en un trípode frente a él. La luz roja parpadea cuando se mueve. Trata de permanecer quieto.
No funciona. La cámara detecta hasta su respiración.
Lo secuestraron en el estacionamiento del Lloyd Center. Hacía frío. Diecinueve de diciembre. Portland, Oregón. Salía de Macy's con una bolsa. Jersey navideño. Verde con renos. Discreto. Le había dicho a su mujer, Sarah, que había perdido el que ella le regaló hace tres años. Mentía. No le gustaba. Demasiados colores.
Vio a un hombre junto a su Ford Explorer. Alto. Cincuenta años o más. Musculoso. Reconoció su rostro. El hombre le sonrió. Llevaba un paño en la mano.
Entonces todo se volvió negro.
Despertó aquí. Cadenas en los tobillos. Grilletes en las muñecas. La cadena está anclada a la roca. Ha tirado de ella durante horas. No cede.
El hombre se llama Vincent Caruso. O eso dice. Probablemente es falso. Vive en su vecindario desde hace dos años. Su hijo, Tommy, va al mismo cole que Liam, el hijo de Duncan. Cuatro años. Juegan juntos a veces en el parque.
Duncan nunca habló mucho con Caruso. En los cumpleaños siempre estaba apartado. Nunca bebía cerveza. Solo refresco. Coca-Cola Light. Duncan lo recuerda porque le pareció extraño. Un hombre de su tamaño bebiendo refresco.
Fue en el cumpleaños de Liam. Noviembre. Veinte niños corriendo por el jardín. Tommy y Liam jugaban a empujarse. Forcejeo. Risas. Liam empujó a Tommy contra la valla del columpio. Tommy se tocó la boca. Lloró.
Ahora Duncan está aquí.
Hay garrafas de agua junto a la pared. Diez. Cinco litros cada una. Suficiente para dos semanas. Quizá tres si raciona.
No tiene comida.
En el coche dejó el helado. Ben & Jerry's. Chocolate, galleta y menta. Solo tomó dos cucharadas antes de que Caruso apareciera. Todavía tiene el sabor en la boca. Dulce. Frío. Quizá lo último que comerá en su vida.
No está asustado. Debería estarlo. Pero no lo está. Caruso quiere que tenga miedo. Ese es el juego.
La cueva es pequeña. Tres metros de ancho. Cuatro de largo. Techo bajo. Huele a humedad y a algo más. Algo animal.
Oye agua. Un río cerca. Probablemente el Columbia. Hay cuevas cerca de Cascade Locks. Excursionistas. Kayaks. Gente.
Grita.
—¡EHHHH! ¡AYUDA!
Su voz rebota en las paredes. Nadie responde.
Grita de nuevo. Más fuerte.
Entonces las ve.
Ratas.
Salen de las grietas en la pared. Pequeñas. Grises. Ojos negros brillantes. Se mueven rápido. Asustadizas. Cuando grita, huyen.
Pero vuelven.
Caruso le habló antes de irse. Le dio un puñetazo en las costillas. No muy fuerte. Lo justo para que doliera. Todavía le duele.
—Estoy harto —dijo—. Toda mi vida he pagado por las cagadas de otros. Alguien mete la pata y yo sufro las consecuencias.
Hablaba bajo. Casi un susurro.
—No voy a permitir que la vida de Tommy sea así. No voy a permitir que aprenda que está bien hacer daño y salir impune.
Tommy tenía un diente flojo. Se le movía. Se le acabó cayendo al cabo de cuatro días. Caruso se lo contó con voz tranquila.
—Los dientes de leche se caen —dijo Duncan—Es normal. Fue un accidente. Son niños de cuatro años. Apenas saben lo que hacen.
Caruso le pegó de nuevo.
—No digas eso.
Luego se fue.
Sarah debe estar preocupada. Han pasado... no sabe cuánto. No tiene reloj. La luz de la lámpara no cambia. Aquí no hay día ni noche.
Dentro de dos días es Navidad.
Vaya Navidad.
Sarah habrá denunciado su desaparición. La policía habrá encontrado el Explorer en el estacionamiento. Habrán revisado las cámaras de seguridad. Habrán visto algo. Un hombre. Un coche. Una matrícula.
Investigarán a los padres de los compañeros de cole de Liam. Es lo lógico. Preguntarán. Caruso estará en la lista.
Quizá sepan quién es. Un mafioso. Un testigo protegido. Alguien que huyó de Nueva York o Filadelfia y se escondió aquí. En Portland. Ciudad tranquila. Nadie hace preguntas.
Pero cometió un error. Secuestró a Duncan. Ahora lo encontrarán.
Veinte años. Mínimo. Cárcel estatal de Salem. O perpetua si algo sale mal. Si Duncan muere aquí.
Las ratas son cada vez más. Veinte. Treinta. Se acercan. Huelen su sudor. Su miedo.
Una le muerde el tobillo.
Duncan grita. La patea. Huye. Pero vuelve.
Otra le muerde la mano.
Dientes afilados. Como agujas.
Sangra.
Se queda quieto. Cierra los ojos. Respira despacio.
Las ratas se calman.
Se duerme.
No sabe cuánto tiempo pasa.
Cuando despierta, hay más sangre. Su brazo. Su pierna. Pequeñas marcas de dientes.
La rabia. Tendrá rabia.
—¡CABRÓN! —grita a la cámara—. ¡TE VAN A METER EN LA CÁRCEL TREINTA AÑOS, CABRÓN!
La luz roja parpadea.
Caruso lo está viendo. O no. Quizá la cámara solo graba. Quizá nunca verá esto. Quizá sólo quiere que Duncan piense que lo está viendo.
Es peor no saberlo.
Duncan había pedido vacaciones. Navidad. Año Nuevo. Dos semanas libres. Sarah y él iban a llevar a Liam a Cannon Beach. Pasear por la playa. Ver el atardecer.
Ahora está aquí.
Por un helado. Por un jersey navideño feo.
Por un diente de leche que se iba a caer de todos modos. Un niño de cuatro años empujando a otro niño de cuatro años.
Las ratas lo rodean. Ya no les tiene miedo. Hay cosas peores que las ratas.
Hay hombres como Vincent Caruso.
Hombres que creen que la justicia es esto. Una cueva. Cadenas. Hambre. Ratas.
Hombres que no olvidan. Ni siquiera las peleas de niños de cuatro años.
La luz roja sigue parpadeando.
Duncan sigue respirando.
Por ahora.