Todo está listo.
En el Carrefour compré hace unas semanas una paletilla pequeña, lo justo para no tener que congelar nada después. También cerveza de Navidad Cruzcampo, bien cargada de alcohol, langostinos, mayonesa con sabor a ajo y una lata de piña en almíbar. Esta Navidad, novedades. Esta Navidad, un flan de huevo.
Lo coloqué todo sobre la encimera como si fuera un inventario policial. Faltaba algo, pero no sabía qué. ¿Un elfo travieso? Quizá no faltaba nada.
Mi hermana Clara me llamaría. O la llamaría yo. Antes me incomodaba esa llamada. Ahora no. O no tanto. Tardé años en entender que a ella le incomodaba igual que a mí. Supongo que por eso ahora la disfruto. La llamada, quiero decir. Sí, como la habría disfrutado mi madre. Después de todo, a pesar mío, tengo la vena Higueras. La vena cruel Higueras. Esa que observa y recuerda.
Antes Clara me invitaba a pasar la Navidad con ellos. El primer año inventé una excusa. El segundo, otra. Ni siquiera las recuerdo. No volvió a invitarme. Al menos no directamente.
Me decía algo así como «supongo que este año no quieres venir a pasar la Navidad con nosotros, ¿no?».
Eso decía. Yo respondía con un silencio breve y luego con cualquier frase práctica. Claro que no quería. Prefería la soledad.
El primer año solo fue una noche más. Después se fue convirtiendo, poco a poco, en una noche de Navidad. Compré un árbol de tela en Londres. Fue un impulso. Como viajar a Londres en el puente de la Constitución. Dejo un regalo junto al árbol. Suelo dejar un libro. Últimamente también ropa. No sabría explicar por qué.
A veces pienso que mi Navidad se parece más a la que teníamos en casa de nuestros padres. Pero no. Aquella Navidad era terrible. Llena de reproches, silencios incómodos, miradas que pasaban factura y comida caducada. Sobre todo, de comida caducada. Un turrón que había aguantado dos temporadas. Langostinos comprados para el cumpleaños de mi padre, en agosto. Sidra embotellada el siglo anterior. Yo quería que todo acabara de una vez.
Mi hermana tenía más aguante. Generalmente. Venía con su marido y su hija. Y tenía esa habilidad suya de hacer que todo le resbalara. Supongo que era su forma de sobrevivir a mis padres. A mi madre.
Sí, recuerdo la cara que puso el idiota de mi cuñado cuando descubrió que el melocotón en almíbar llevaba dos años caducado. Se llama Javier. Mi madre guardaba cosas en la despensa como si el apocalipsis zombi fuera a llegar esa misma noche.
Eran Navidades de pesadilla. No una pesadilla antes de
Navidad, sino navideña.
La calefacción no funcionaba. La luz se iba cuando se encendía el horno.
Cuando, de pronto, mi madre recordaba que el horno servía para algo más que
para guardar ollas y sartenes.
Y los reproches. A Clara por no casarse ya. Por no tener hijos. A mí. Me preguntaba si tenía novia, si no había ninguna compañera de trabajo soltera o casada. Ah, mamá. No habrías querido saber nada sobre mis parejas.
La penúltima Navidad —o quizá fue la última— mi madre encargó la cena. Para que nos la llevaran. Una novedad inesperada. Un desastre.
Esperamos. Las nueve. Las nueve y media. Empezó a llamar a la empresa de comida a domicilio. A las diez menos cuarto respondieron por fin. No había hecho ningún pedido.
Mi hermana perdió los nervios. Por una vez.
—Esto es imposible, mamá.
Yo estaba entretenido con el móvil. Gracias a Dios por Facebook.
La comida llegó a las diez y media. Acabamos de cenar a las once y pico. Nadie tenía hambre. Nadie tenía fuerzas.
Supongo que mi madre quería que aquella cena saliera bien. Había encargado comida. Eso era intentarlo, ¿no? Aunque al final diera igual. Los hechos eran los que eran. Quizá lo importante no son las intenciones sino lo que realmente ocurre. O quizá las intenciones solo existen cuando se convierten en algo. En algo más que en palabras. No lo sé.
Al año siguiente —o quizá dos años después— mi hermana ya no vino. Dijo que Javier quería visitar Nueva York en Navidad. Cinco o seis mil euros bien gastados para escapar de la Navidad en casa de sus padres.
Yo no tuve excusa. Así que llevé una caja de cerveza de Navidad y, si no me emborraché, estuve muy cerca. Aquella fue una noche llevadera, soportable. No me importó que preguntara sobre compañeras de trabajo solteras o divorciadas. Quizá ni me lo preguntó. No le hacía caso.
Fue la última Navidad.
La edad se les echó encima. Todas las enfermedades que habían esquivado durante setenta años llegaron de golpe.
La siguiente Navidad, recuerdo, los visité al mediodía. Clara no vino. Dijo que iría por la tarde. No sé si fue. Yo llevé una caja de polvorones. Mi madre no los probó. Mi padre tampoco. Nos sentamos en silencio. Les dije que tenía que irme. Asintieron.
Murieron poco después. Primero mi madre. Un par de semanas más tarde mi padre, como si ya no le quedara nada que hacer.
Después dejé de celebrar la Navidad. Durante años. Hasta ahora.
Ahora me gusta la Navidad. Decoro la casa. Sin pasarme. Preparo regalos. Incluso espero a cenar a que termine el discurso del rey. No digo que lo vea. Aprovecho para llamar a Clara. Para incomodarla un poco. Para perder el tiempo con el móvil. Luego veo lo que echan en la tele.
Antes ponía una serie. La que tocara. O alguna película. Ahora me trago la programación de Navidad. Concursos absurdos. Especiales musicales. Humor antiguo. He descubierto que la Nochebuena puede ser muy entretenida.
De modo que, cuando el Borbón empiece su discurso, llamaré a Clara. Preguntará si estoy bien. Diré que sí. Ella dirá que tiene que colgar. Que la cena, que su hija, que Javier.
Colgaré. Abriré una cerveza. Me sentaré frente al árbol de tela. Pensaré que esta noche, al final, no es tan distinta. Pensaré en mi madre. En mi temor a parecerme demasiado a ella. En su empeño en convertirlo todo en una pesadilla.
No entendí nunca por qué.
Ahora tampoco. Pero ya no importa.