Te niegas a dar un paso más. Una lanza se clava en tu espalda, pero la ignoras: tratas de revolverte. Los dos jóvenes guerreros que te han sacado de la celda tiran de ti enérgicamente, te levantan en vilo, te colocan en el altar. No tienes fuerzas para resistirte. Sientes que te agarran de brazos y piernas. Intentas gritar, pero ninguna palabra sale de tu boca. De repente aflojan la presión. Es tu oportunidad, lo sabes: te levantas de un salto, echas a correr, escapas.
Los salvajes están tan aturdidos que no son capaces de retenerte. Es más: parece que no te vieran. Corres con unas energías que parecían perdidas después de semanas de cautiverio. Atraviesas calles desiertas. Consigues abandonar la ciudad. Recorres campos de cultivo abandonados. No paras de caminar hasta que, de madrugada, llegas por fin al campamento castellano. Tres hombres hacen guardia alrededor de una hoguera. Reconoces a uno de ellos: es Gonzalo, que vino a México contigo. No sabes quiénes son los otros; deben ser soldados de Narváez.
Dudas antes de acercarte. Estás desnudo. Por fin te decides. Llamas a tu viejo compañero:
–Gonzalo, Gonzalo.
No parece escucharte.
–Gonzalo, amigo, soy yo: Álvaro Velázquez.
Gonzalo está tan enfrascado en la conversación con los hombres de Narváez que no te ve.
–Gonzalo, he escapado. He conseguido escapar –le dices.
Por fin mira en tu dirección, pero no te ve.
–¡Gonzalo...!
Algo te golpea el pecho. Abres los ojos. Ves al sacerdote. En su mano derecha sujeta un puñal de obsidiana manchado de sangre, de tu sangre. En su mano izquierda sostiene tu palpitante corazón, que acaba de arrancarte.
Microrrelato para el Concurso de historias del Día de Muertos