Mi gato es de gustos exquisitos. No come ratones.
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El ser que bajó del platillo volante tenía un aspecto normal. Pequeñito. Poseía dos extremidades inferiores, dos superiores, tres dedos. Ojos enormes. Boca pequeña. Su nariz, sólo dos agujeros. Pero lo más extraordinario de aquel alienígena era que hablaba por los codos.
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Pandora alegó que ya había muchos vicios sueltos antes de que ella abriera la caja, por ejemplo la curiosidad.
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¡Cómo pasa el tiempo! Hace apenas un suspiro, había en Langley House un fantasma. Acabé descubriendo que era el difunto marido de Sally, mi mujer. Ahora, en Langley House somos ya dos los fantasmas.
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Monterroso escribió una novela, pero su editor no quiso publicarla.
–Quiero más dinosaurios –le dijo.
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–¿Usted es el tuitero de guardia?
–Sí. ¿Qué es lo que quiere?
–¿Podría arrancarme una sonrisa?
–Ah, no. Imposible. Yo sólo me ocupo de la actualidad política. Como mucho podría arrancarle una palabrota.
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La fiesta era tan aburrida que Cenicienta se fue a las diez y media.
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Problemas para la bruja: la casita de chocolate atrajo a los osos.
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No le gustaba dejar las cosas a medias. Como no conseguía terminar el libro, arrancó el árbol y mató a su hijo.
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Nos invitó a sus bodas de plata. Llevaba veinticinco años felizmente casado con su trabajo.
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Van Helsing despertó dentro del oscuro ataúd. La tapa estaba bien atornillada. En principio se sintió destrozado. Entonces se tocó el cuello y advirtió que no había sido mordido. Menos mal. ¿Qué dirían de él si se hubiera convertido en un vampiro?
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AL FIN Y AL CABO
–Te gusta irte por las ramas, ¿no?
–Bueno, soy un primate.
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Estaba ahí, desafiante, retadora. Probablemente su tamaño había asustado a muchos. Era enorme, gigantesca. Daba miedo, sí, pero yo, desde luego, no me amilané. Decidido, me enfrenté a ella. ¿Acaso creía la página en blanco que me iba a vencer?
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Mi editor me ha dicho que el mes pasado mi libro sólo vendió setenta y cinco ejemplares. Este mes compraré cien.
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Se nos pasó el arroz, pero como teníamos hambre atrasada nos lo comimos igual.
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–¿Cuarenta? ¿No podríamos dejarlo en tres?
–Veinticinco.
–Que no, que veinticinco son muchos. ¿Qué tal cinco?
–Veinte.
–Siete.
–Quince.
–Que siguen siendo muchos. ¿No serían mejor nueve?
–Mira, Moisés: los dejó en diez mandamientos, pero ni uno menos.
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Le pedí que me diera algo para comer. Me dio unos cubiertos.
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–Nuestro matrimonio funciona como un reloj.
–¿Y cómo lo consigues?
–Doy cuerda a mi marido.
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Cuando a la lechera se le cayó el cántaro, no lo lamentó mucho. Después de todo, dos tercios de lo que se le había derramado era agua.
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El caballero dijo que no sabía jugar al ajedrez. ¿No podrían resolver el asunto en un duelo a espada?
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En la primera frase te juegas al lector. En la última lo pierdes.
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Mahoma subió a la montaña e inventó el alpinismo.
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El pecado original no fue arrancar y comer la fruta de un árbol, sino bajar de él.
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–Espejito, espejito, ¿quién es el conde más apuesto de toda Transilvania?
–Pues no sé si sois vos, porque, la verdad, no os veo.
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Gregor Samsa no sólo estaba muy incómodo acostado boca arriba en el diván, sino que también se sentía ridículo. Decidió no volver nunca más a la consulta del doctor Freud.
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–El emperador ha nombrado a un cónsul que no sé, no sé.
–Seguro que exageras.
–Con decirte que calza herradura.
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Matar a un elefante da mala suerte. Créanme. Yo me rompí una pierna, perdí a mi novia, me obligaron a abdicar, tuve que exiliarme, fui perseguido por la justicia de varios países.
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–Eres un inútil. No sabes hacer nada.
–Te equivocas. Se me da bien no escribir obras maestras.