Su marido era como un niño. Todas las noches, Scheherezade tenía que contarle un cuento.
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Le pidió al genio salud, dinero y amor. Mil cien años después, le gustaría pedirle una sola cosa más.
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Una repentina afonía llevó a la tumba a Scheherezade.
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–Genio, tengo un deseo: ser rico, inmensamente rico.
–Pues qué bien. ¿Sabes, Aladino? Yo también tengo un deseo: una lámpara más grande y reluciente.
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–La he liado.... La he liado.
–¿Qué pasa, Aladino?
–Creo que… que…
–Dime.
–He metido la pata.
–¿Qué has hecho?
–Le dije al genio: Quédate en casa, y ahora… ahora no hay forma de hacerle salir de la lámpara.
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Cuando despertó, el ave roc todavía estaba allí.
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Sorprendido, exclamó:
–¡Que me parta un rayo!
Y un rayo partió a Aladino.
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A Scheherezade se le acababan las historias. Afortunadamente, la cuarentena acabó en la noche mil una.
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Scheherezade no cuenta cuentos chinos.
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–Genio, quiero vivir en un palacio con cien habitaciones y diez patios, con veinte baños, con dos bibliotecas y un invernadero, con un observatorio, con jardín, con sótanos inmensos.
–Y yo quiero, Aladino, que alguien saque de vez en cuando brillo a la lámpara en la que vivo.
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Aladino está loco de contento. Le han dado tres monedas por esa vieja lámpara abollada.
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EL COLMO
Scheherezade nunca les contó un cuento a sus hijos antes de dormir.
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Se encontró una lámpara mágica. La frotó y salió un genio:
–Te concedo un deseo.
–Que todos los que sean de origen extranjero regresen al lugar del que proceden.
–Concedido.
Y, ¡pluf!, el genio desapareció y regresó al Israel del rey Salomón.
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Frotó la lámpara. Le pidió al genio riqueza infinita. Quizá debería haberle pedido mejor salud.
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Mal hacía el sultán fiándose de Scheherezade, que era toda una cuentista.
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Se encontró una lámpara. ¿Y si es mágica?, se preguntó. La frotó y salió un genio:
–Te concedo un deseo.
–¿Sólo un deseo? ¡Puf! Pues quiero una lámpara mágica de la que salga un genio que me conceda tres deseos.
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Frotó la lámpara y salió un genio, que le dijo cansinamente que los tres deseos estaban agotados.
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–¿Qué deseas? –me preguntó el genio.
Mientras aparto una molesta mosca, pienso en Salma, siempre tan desdeñosa.
–Que ella me ame –dije.
–Como quieras.
Desde entonces, la mosca no me deja en paz. El maldito genio confundió mi deseo.
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El visir y su hija Scheherezade estaban confabulados. Ella hacía trasnochar al sultán. Su padre madrugaba para gobernar el reino a su antojo.
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Pensé en una lámpara maravillosa. Imaginé que la frotaba. Me figuré que un genio salía de ella en medio de una gran nube de humo. Me dijo que podía elegir dos deseos. Deseé perder años y a Charlize Theron. Llamaron al timbre. Abrí la puerta y me sorprendió con una magdalena con su vela.
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Scheherezade comenzó a contarle microcuentos. El sultán ordenó que le cortaran la cabeza.
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Arrancó una pluma del ave roc. Recorrió medio mundo hasta encontrar una cornalina azul. Robó un cáliz blanco. Trabajó diez años en las minas de Bam para conseguir un fingarllán. Y cuando por fin fue a reclamar su mano, descubrió que la princesa ya tenía nietos.
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Aladino vertió aceite en la lámpara. El genio murió ahogado.
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Se cansó de leer en la noche 97. Aquellos cuentos eran muy aburridos. Seguro que en la noche 1002 el sultán Schahriar ya no aguantaba más y ordenaba decapitar a Scheherezade
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–Scheherezade, me han dicho que, mientras yo estoy en el salón del trono, tú pasas el tiempo con un negro. ¡Explícate!
–No pienses nada extraño, Schahriar. El negro no me escribe los cuentos que te narro todas las noches. Sólo me acuesto con él.
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–Pide un deseo.
–Desaparece. Por esta lámpara de oro me darán por lo menos doscientos dírhams.
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Froté la lámpara y apareció un genio, que me dijo:
–Concédeme tres deseos o prepárate a morir.
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Frotó la lámpara. Le pidió al genio riqueza infinita. Le dio una montaña de oro. ¡Era rico! Hasta que el precio del oro se hundió.
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Aladino fue a la oficina de la compañía eléctrica.
–¿Qué quiere? –le preguntaron.
–Quería dar las gracias.
–¿Por qué?
–Por los continuos cortes de luz.
–Ahórrese la ironía. Mire Hacemos lo posible por mejorar el servicio.
–No es ironía. Si no fuera por los continuos cortes de luz, nunca habría ido al rastrillo para comprar esa maravillosa lámpara.
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Lo que Scheherezade no sabía es que si había algo que el sultán odiara más que le engañaran era que le contaran cuentos.
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Cuando despertó, Scheherezade todavía no había terminado de contar la historia del mandadero y las tres doncellas.
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Scheherezade se abonó a Netflix. Schahriar se hizo seriéfilo y no se atrevió a ordenar que decapitaran a su esposa.
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La hermana mayor es muy guapa, sí, pero no para de contar cuentos increíbles y vanos. Por otro lado, la hermana menor es hermosa en su discreción: siempre guarda un inteligente silencio. Schahriar se decide: repudia a Schehererazade y se casa con Doniazade.
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Schahriar, que había leído el Calila y Dimna, ordenó a la mañana siguiente decapitar a Scheherezade.
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–¿Por qué nunca terminas un cuento?
–Para vengarme, porque él siempre me dejas a medias –respondió Scheherezade.
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Padecen el complejo de Aladino. Esperan que algún genio les conceda todos sus deseos.
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¡Pobre Schahriar! ¡Qué ingenuo! ¡Mira que creerse los cuentos de Scheherezade!
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Sucedió lo inevitable: cansado de que Scheherezade le dejara los cuentos colgados, Schariar ordenó que la colgaran.
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–Has construido castillos en el aire.
–Soy un genio, ¿eh?
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Aladino frota la lámpara, sale un genio, pero no se comprenden porque uno habla en árabe y otro en amonita.
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Scheherezade (Tabriz, 234 – Isfahán, 255). Reina de Sassan. Octava esposa del sultán Schahriar. Murió decapitada.
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Scheherezade contrató a un negro para que le escribiera los cuentos, lo cual le acabó costando la cabeza.
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Frotó y frotó la lámpara. La rayó. Y consiguió que a su mujer le saliera el genio.
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No, no, Scheherezade, nada de terminar el cuento mañana. Como no lo termines esta noche ordeno que te corten la cabeza.
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–¿Eres el genio de la lámpara?
–Sí.
–¿Puedo pedirte tres deseos?
–Sí.
–Pues quiero… ser millonaria, no, billonaria, tener tanto dinero que no pueda gastarlo ni en tres vidas. También quiero tener una mansión en Miami, una mansión gigantesca con piscina y playa privada. Y, por último, quiero tener muchos amantes jóvenes y guapos: un árabe, un brasileño, un etíope, un polaco, un japonés…
–¿Es todo?
–Sí, es todo. ¿Cuándo lo tendré?
–Nunca. Te he dicho que puedes pedirme tres deseos, no que te los vaya a conceder.
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AFONÍA
Scheherezade perdió la voz. Y el cuello.
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Scheherezade era muy lista. ¡Qué de historias inventaba porque no le apetecía irse a la cama con su marido!
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LA PRIMERA NOCHE
En aquel momento Scheherezade vio aparecer la mañana y discretamente dejó de hablar.
–Continúa. No te detengas –le ordenó el sultán.
Y Scheherezade, que sólo se había aprendido el principio de la historia del mercader y el efrit, supo que estaba perdida.
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DONDE LAS DAN, LAS TOMAN
–Schahriar, ¿ya has acabado? Me has dejado a medias.
–Mañana noche seguimos, querida, cuando termines de una vez el cuento que me estabas contando.
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El sultán no pudo pegar ojo en toda la noche. Soñó con horribles genios, crueles magos, espeluznantes fantasmas y otras siniestras criaturas. Por la mañana, nada más abandonar el lecho, hizo llamar al verdugo y le ordenó que cortara la cabeza a Scheherezade.
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A la mañana siguiente, el sultán, al que no le gustaban los cuentos, ordenó decapitar a Scheherazade.
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Scheherezade rezaba todas las noches. Al sultán Schahriar aquellas oraciones le sonaban a cuento.
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El sultán Schahriar está tan abobado que todavía no ha comprendido que Scheherezade es una cuentista.
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LA NOCHE MIL DOS
La noche mil dos, Scheherezade comenzó a contar la historia del rey Schahriar y de su hermano, el rey Schahzaman.