domingo, 11 de agosto de 2013

La encíclica

Cuando se alejó de Roma, el Pontífice tuvo tiempo de reflexionar. Los primeros días en Castel Gandolfo se limitó a pasear y pensar. Las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer eran imprevibles, pero de alguna manera sabía que tenía que hacerlo. Una mañana, después de pasar unos minutos rezando a Mitra, se sentó en su escritorio y comenzó a redactar la encíclica. Escribió los primeros párrafos en latín, pero pronto pasó a su idioma materno, casi olvidado: hacía años que sólo lo utilizaba para la correspondencia más personal.

Era una encíclica muy importante. El Pontífice iba a acabar con siglos de tradición. Aquellas novedades llevaban años siendo solicitadas por los miembros más renovadores del Templo. Seguro que muchos hierofantes pondrían el grito en el cielo, pero la mayoría acabarían aceptando los cambios, ninguno de los cuales, desde luego, contradecía las escrituras sagradas.

El Pontífice pasó diez, once días escribiendo. Cada mañana, despachaba rápidamente con su secretario y le pedía que no le molestara. Ni siquiera con él podía compartir el secreto de la encíclica. Incluso, cuando terminó de redactarla, fue él mismo el encargado de traducirla al latín. Introdujo algunos cambios, cambios insignificantes, de estilo, pues las palabras que sonaban bien en un idioma, no quedaban tan bien en otro. No había forma de que le satisfaciera. Continuamente cambiaba una palabra, una expresión.

A veces tenía ganas de arrojarla a la papelera y olvidarse de todo el asunto.