miércoles, 18 de julio de 2018

Microrrelatos

Ya da igual
Otra vez se encuentra ante un dilema. Debe decidir. Ha llegado a una nueva encrucijada. Es necesario que elija entre dos caminos. No es la primera vez. Recuerda que dudó si estudiar Filosofía o Derecho. No supo si sería mejor comprar un Renault o un Volvo. Estuvo a punto de invitar a Nuria, pero acabó llamando a Teresa. Vaciló entre adquirir un piso en el centro o un adosado en las afueras. Después de semanas dándole vueltas, acabó contratando una hipoteca en yenes. Todas sus decisiones fueron equivocadas. Supone que ya da igual que utilice una cuerda o una pistola.

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Precio justo
—¿Cuánto pides por él?
—Cien.
—¿Cien? Debes estar loco. El sol de los caminos te ha afectado a la cabeza. No te daré más de veinte.
—Veinte es muy poco, señor. Ochenta.
—No pagaría ochenta ni por dos doncellas de Idumea. Veinte.
—Setenta. No puedo bajar más. Es un precio justo.
—Por ese carpintero no doy más de veinte.
—Ese carpintero, como usted lo llama, hace milagros… Cuarenta. Es mi último precio.
—Veinticinco.
—Recuerde que es joven. Puede vivir muchos años aún… Treinta y cinco.
—Sé que me voy a arrepentir, Judas. Te doy treinta, pero ni una moneda más.

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Efecto Pigmalión
Me recogió cuando era un polluelo. Yo había caído del nido donde nací y me había lastimado un ala. Él me la curó. Acariciaba mis negras plumas y metía la comida en mi pico. Siempre mantenía limpia la jaula. Me sentía el más feliz de los pájaros. Y, sin embargo, entre nosotros había una fosa. Él nunca paraba de repetirlo. Una y otra vez. Y añadía que yo era ingrato, desagradecido, como todos los de mi especie. Una noche ya no pude aguantar más. Esperé a que se durmiera y le saqué los ojos. La verdad es que estaban sabrosísimos.

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El gato de la señora Huber
Estaba harto del gato de su vecina, la señora Huber. El minino se pasaba el día maullando e interrumpiendo sus reflexiones: le impedía concentrarse. El molesto morroño dejaba sus caquitas en el jardín trasero. El malévolo felino destrozaba los rosales de su mujer, que se ponía furiosa con él por no hacer nada. En ocasiones, la peluda bestia entraba en su casa y tiraba muebles, arañaba sillones, destrozaba la vajilla, robaba comida de la despensa. Llegó un momento en que no pudo aguantar más. El profesor Schrödinger cogió al gato de la señora Huber y lo metió en una caja.

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Husos amorosos
A él le apetecía por la noche y a mí, por la mañana. No había manera de sincronizarnos. Aguantamos casi tres meses sin hacerlo antes de acudir al asesor matrimonial. Le contamos nuestro problema. Tardó poco en encontrar una solución. Era tan sencilla que nos sentimos un poco avergonzados. ¿Cómo no se nos había ocurrido a nosotros? Sólo teníamos que vivir separados por siete husos horarios.
A mí me tocó, por supuesto, trasladarme a vivir a Nueva York.
Por las mañanas, cuando él se va a acostar, me despierta. Lo hacemos con una pasión que recuerda nuestra época de novios.

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La competición
La competición va a comenzar. El premio para el ganador es enorme; al perdedor le espera una rápida muerte. Los jueces, venidos de Egipto, Siria y Fenicia, llaman al primer músico –un gigante–, que prepara el arpa. Comienza a tañer. Toca las cuerdas hábilmente, con cierta gracia. El público le aplaude. Cuando el segundo contendiente –casi un niño– toca, su música llena de alegre serenidad el espíritu de los espectadores. Al finalizar, resuena una estruendosa ovación. Los jueces son unánimes: ha ganado el israelí. El filisteo acepta su destino. Un verdugo se acerca para cortarle la cabeza a Goliat.

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El sueño de Ibrahim Mukhtar
Ibrahim Mukhtar soñaba con marcharse a Europa. Un día, por fin, salió de Kebbe, su aldea natal, y se dirigió a Sokoto, la capital de provincia. Allí se unió a uno de los grupos que periódicamente atravesaban el desierto. Tardó tres meses en alcanzar un puerto libio. Con el último dinero que le quedaba pagó el pasaje en barco. A medio kilómetro de la costa le ordenaron arrojarse al agua; vio tan cercana la tierra que olvidó que no sabía nadar. A los dos días su cuerpo llegó a la playa.
Ibrahim Mukhtar nunca supo que había cumplido su sueño.

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Otro día
Al capitán sólo le quedaba un cigarrillo.
–Tenemos un problema –dijo.
–¿Por qué no compartirlo? –propuse.
Después de todo, a mí nunca me había gustado fumar. Sólo comencé a hacerlo durante la guerra, para soportar las largas y aburridas noches de trinchera.
Meditabundo, el capitán se acarició el mentón. Por fin dijo:
–No me parece nada correcto.
Sacó el cigarro de la cajetilla y se lo puso en los labios. Lo encendió. Se nos quedó mirando unos instantes. De repente, me lo colocó en la boca.
–Toma. Fúmatelo tú. A tu compañero ya lo pasaremos por las armas otro día.

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Muy profesional
Abrieron un pasillo para dejarle llegar al centro de la plaza. Aunque evitó, como siempre, mirarles a los ojos, pudo advertir que estaban enfadadísimos. Recibió varios insultos, que ignoró. La ceremonia empezó con el discurso del orador. Estaba tan concentrado que no le prestó atención. Fue muy largo. Eterno. De pronto, se hizo el silencio. Supo que había llegado el momento. Algo le golpeó en el pecho: la función había comenzado. Mientras le gritaban improperios, le arrojaron huevos, tomates podridos, basura. Pronto quedó cubierto por la porquería. Sin embargo, en ningún momento se movió. Era un chivo expiatorio muy profesional.

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Castigo genético
Hace años que puse 800 kilómetros de distancia entre ella y yo. Cambié de trabajo, de teléfono, de amigos. Modifiqué mi nombre y apellidos para no conservar nada que me recordara a ella. No me preocupaba si estaba viva o muerta; para mí había muerto. Sin embargo, cuando empezaba a olvidarla, ha reaparecido. Cada mañana, el espejo me muestra a una mujer que se parece a ella, que tiene sus mismos labios torcidos, sus mismas orejas minúsculas, su misma papada, sus mismos ojos malignos. ¡Mi madre me ha encontrado!

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