Los rayos estallan, los truenos retumban, la lluvia arrecia. La tormenta ha sorprendido a los cazadores del clan del jabalí. Lebrato propone cobijarse en una minúscula cueva que, asegura, está a menos de mil pasos. El jefe acepta. El pequeño grupo camina en silencio. Los cazadores se estremecen cada vez que un rayo atraviesa el cielo. Llegan por fin. Dentro del refugio encuentran algunas ramas. Caracol enciende un fuego que el resto de cazadores agradece. Se secan. El jefe, sin embargo, está preocupado: ha visto en el techo de la cueva las marcas del clan del toro. La lluvia ha desviado de su ruta a la pequeña partida; puede haber problemas si les descubren. Cuando cesa la tormenta, el jefe ordena partir. Se alejan rápidamente del refugio. No advierten que los batidores del clan del toro les han descubierto; no perdonarán que su santuario haya sido mancillado. Tres flechas se clavan en la espalda de Caracol; una hiere a Perdiguero. Los del clan del jabalí no volverán a entrar en el territorio del clan del toro. Para conmemorar la victoria, Fresno, pintor, como su padre, del clan del toro, esbozará un nuevo dibujo. Giscón lo contempla y se pregunta qué representa. Le reafirma en su idea de que los oretanos son gente extraña. Anoche llegó a esta cueva y decidió quedarse en ella a descansar. Hace ocho días que salió de Gadir. Mañana llegará a Kastilo. Mientras observa los dibujos de la pared, piensa en lo que dirá a los príncipes iberos. Será difícil convencerles de que contribuyan con soldados o plata al ejército de Amílcar. Lo acabarán haciendo a regañadientes. Los magistrados de Kastilo también firmarán con Aníbal un pacto que luego traicionarán. Ahora, los aliados oretanos de Roma están persiguiendo a los soldados púnicos que escaparon del desastre de Baecula. La noche es fría; los jóvenes iberos se refugian en la cueva. Cansados, no ven los dibujos que un cazador pintó hace ya cinco mil años y que el tiempo comienza a borrar. Un chaparro crecerá en la entrada del refugio; durante siglos, cientos de personas pasarán junto a él sin verlo: soldados de Pompeyo, mercaderes sirios, un grupo de vándalos, el obispo de Beatia y su séquito, que regresan del último concilio de Toledo. Aurelia, una joven pastora mozárabe, sí entrará en la pequeña cueva. Apartará las ramas del chaparro y pasará allí la noche. Y muchas noches. El valle está ocupado por los árabes; las lomas de los cerros, donde crecen las encinas y cantan las cigarras, es para los cristianos. A Aurelia no le gusta, pero tampoco es que ella pueda hacer nada. Muchos jóvenes se han unido a Omar ben Hafsún; Aurelia, que sospecha que el emir acabará aplastando a los sediciosos, prefiere preocuparse sólo de sus cabras. Con el tiempo, acabará huyendo a tierras de León, junto a su familia. Las ramas del chaparro volverán a tapar la entrada de la cueva, lo que es una suerte, porque estos riscos serán usurpados por pastores bereberes que, indudablemente, habrían destruido los dibujos idólatras. Don Juan de Ortega sí los ve. Recorre estas tierras junto a otros caballeros calatravos, varios escuderos y algunos pajes. Los moros han sido expulsados hace unas pocas semanas. Si se talan, quizá, todas esas encinas y chaparros, estos serán buenos campos de cebada. Una tormenta de verano, no muy diferente a la que varios miles de años atrás sorprendió a los del clan del jabalí, les obliga a refugiarse en la cueva. A la luz de los rayos, don Juan contempla los dibujos del techo. Hay varias figuras humanas cruciformes. Supone que los hizo un cristiano perseguido por los moros. Don Juan reza una oración por él. Finalmente, el comendador de Torriguera ordenará cortar las encinas. Sin embargo, la cebada se da mal en esta loma rocosa. Volverá el ganado. El pastor Diego pasa las noches más frías en el refugio. Tiene trece años y sueña con ir, como su primo, a las Indias; en Torriguera sólo le espera rutina y pobreza. Pero Diego no se embarcará. Su hijo y su nieto también llevarán los rebaños a pastar a aquella loma. De vez en cuando entran en el refugio, pero el humo de cientos de fogatas ha ennegrecido las paredes; los dibujos que pintaron Fresno y su padre ya casi no se ven. Durante el terremoto de 1755, varias piedras del techo se desprenden. Los dibujos que todavía quedan no los verá Manuel el Botillero, que perseguido por los gabachos, se esconde en la cueva durante varios días. Finalmente, muerto de hambre, irá a Torriguera, donde un destacamento francés que se dirige a Jaén descansa. El Botillero será fusilado en los muros de San Amador. Nuevamente arrancarán las encinas para plantar olivos. A veces, cuando la lluvia sorprende a los aceituneros, estos se refugian en la cueva. Algunos arañan la roca para escribir su nombre, que es lo poco que aprendieron en la escuela. Mientras esperan a que pase el aguacero, se cuentan los últimos rumores: Costilla asegura que la República expropiará las tierras de don Rogelio. Antonia Rodríguez piensa que a ella le bastarían cien olivos, aunque estuvieran situados en lo alto de esta loma pedregosa. En 1937 acabarán dándole cincuenta estacas; una mujer no puede aspirar a más. Las tierras de don Rogelio, que se rumorea que está en Burgos, han sido expropiadas y repartidas por el comité. Antonia ya tiene sus olivos. Y su libertad. Hasta 1939, en que la encerrarán en la prisión de Jaén; asfixia por suspensión será, según el médico militar, la causa de su muerte. La historia está acabando. Andrés López-Palacios, el ingeniero que traza la A-306, piensa que atravesar este cerro ahorrará casi un kilómetro y varios millones de euros. El buldócer arrasa la loma, hace desaparecer la cueva, borra las pinturas que un cazador pintó hace siete mil años y los garabatos que trazaron los aceituneros un siglo atrás. La motoniveladora termina el trabajo.