jueves, 16 de marzo de 2017

El hoyo

Me metió en el coche y me colocó el cinturón de seguridad.

–¿No irás a gritar? –me preguntó.

Antes de que me diera tiempo a responderle, cortó un esparadrapo y me lo colocó en la boca.

–Seguro que te gustará el sitio –me dijo.

Arrancó el coche y salimos. Durante el viaje, no abrió la boca. Simplemente se limitó a tararear las canciones que emitía la radio que tenía sintonizada. Me pareció curioso que fuera la misma emisora que me gustaba a mí.

Pensé que, si nos cruzábamos con alguien, sin duda le parecería extraño que la persona que estaba sentada junto al conductor estuviera amordazada. Sin embargo, la carretera estaba desierta. De vez en cuando pasábamos por delante de un cartel indicador, pero sin gafas me era imposible leerlo.

Trascurrieron quince minutos antes de que nos detuviéramos.

–Mira, allí. ¿Te gusta?

Me señaló una colina. Entrecerré los ojos para ver mejor.

–Ah, las gafas –dijo.

Las había guardado en el bolsillo de la camisa. Me las colocó. Entonces vi el lugar que me mostraba: una colina cubierta de matorrales.

–¿Qué te parece?

No pude responder nada porque no me había quitado el esparadrapo de la boca. Se dirigió al maletero y sacó una pala. Comenzó a reírse.

–Supongo que no querrás abrir tú el agujero.

Le vi alejarse colina arriba. Estuvo dando vueltas hasta que al final pareció encontrar un lugar. Comenzó a cavar.

Para entonces había conseguido aflojar un poco las cuerdas. Tardé unos pocos minutos en terminar de liberarme. Las llaves estaban puestas en el contacto. Por un momento pensé en salir de allí. Entonces lo observé. Se había quitado la camisa y daba incansables paletadas. El hoyo avanzaba. Habría sido una lástima desaprovechar tanto trabajo.

Microrrelato que recibió una mención en el Concurso 125 de Las Historias