lunes, 6 de marzo de 2017

Microcuentos

Los monstruos están alegres: han conseguido que la niña se despierte. Ahora podrán irse a dormir.
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Cuando despertó, la página en blanco todavía estaba allí.
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A pesar de su hallazgo, todos le ignoraron. Cuando murió, le dejaron tirado en la calle. Nunca reconocieron sus méritos al hombre invisible.
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–Tengo pesadillas, doctor.
–¿Qué lee antes de irse a dormir?
–A Lovecraft.
–¡Por Dios, pásese a Corín Tellado!
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Paradoja
Si no fuera tan inútil, es seguro que ya habría conseguido que le dieran un premio.
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Su madre era una irresponsable. Todas las noches, después de leerle un cuento, la dejaba a merced de los monstruos.
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Había pasado tanto tiempo odiándole que se dio cuenta de que lo necesitaba.
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La zombi le mordió. El policía no trató de defenderse. Nueve meses después del carnaval, tuvieron un hijo.
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A Ulises le extrañó que cinco niños corretearan por los pasillos de palacio.
–Son tus sobrinos –le dijo Penélope.
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A Forrest Gump le causó sorpresa descubrir que era caucasiano. Toda su vida había creído que era de Greenbow, Alabama.
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–Trátame como una princesa –me dijo.
–Mejor no –le respondí–. Soy republicano.
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Al tercer vuelo, la alfombra persa se estropeó. Era Made in China.
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–Te notó muy fría. ¿Sigues enamorada de mí? –me preguntó.
Le respondí con sinceridad:
–Como el primer día.
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¡Pobre cinta de lectura! Lleva setenta y tres años entre las páginas 248 y 249.
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¿Pistola o cuerda? Llevaba veinte años sin decidirse.
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A César no le gustaba aceptar regalos. Ordenó que arrojaran al Nilo, sin desenrollar, la alfombra que le acababan de traer.
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La memoria del móvil estaba llena: ya no podía sacar más fotos.
Los dos últimos días en Roma los pasó encerrado en el hotel.
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–Desde que he regresado, encuentro Ítaca provinciana.
–Desde que has regresado, yo también, Ulises.
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Mi mujer siempre fue de prisas. Se ahogó sin darme tiempo a inflar el flotador hinchable.
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Escribía para conocerse mejor y, por lo mismo, no escribía mucho.
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Se lo pidió a todos los dioses y ahora no sabe a cuál de ellos agradecérselo.
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Busca a Dios, pero está endiabladamente bien escondido.
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El ocho, tendido en la cama, sueña que es infinito.
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Napoleón no lo entiende. En Santa Elena ha combatido mil veces la batalla de Waterloo y siempre la gana.
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En la botella, encontraron una nota: Llegué a Utopía. Estas son las coordenadas: 93º 78’ N, 187º 89’ E. ¡Vengan!
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La familia llevaba tanto tiempo sin estar junta que doña Benilde decidió morirse para reunirla de nuevo.
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El viejo editor se comía escritores noveles en su tinta.
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Marcó Utopía en el GPS del coche. Fue directo al cementerio.
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Es muy poco selectiva. Para ella, todas las ranas son príncipes.
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Era feo, su voz chillona resultaba insoportable, olía a colonia barata, tenía la piel áspera y, lo peor, sabía a demonios.
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No se decidía por Mitra o Jesús. Le parecían iguales. Constantino tuvo que jugárselo a los dados.
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Era poco ardiente. Tuve que esperar al apocalipsis zombi para que me mordiera.
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La liebre no era tan tonta. Apostó a que iba a perder contra la tortuga.
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Literal
–No quiero volver a verte nunca más –me dijo.
Sus deseos eran órdenes para mí. Le arranqué los ojos.
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Después de treinta años, el psicoanalista ha cambiado de repente su diagnóstico. No sufro complejo de Electra, sino de Yocasta.