domingo, 17 de agosto de 2025

El aguador de Bagdad

 

Yusuf había esperado toda la noche que Al-Muqanna descorriera el velo. Los soldados del califa rodeaban ya la fortaleza de Sanam, pero el Profeta Velado permanecía inmóvil en su trono de plata. Sus seguidores aguardaban la revelación final: el rostro que cegaba a los hombres, la luz que convertiría a los infieles en ceniza.

No ocurrió. Las espadas atravesaron el pecho del maestro como si fuera un hombre cualquiera.

Yusuf sobrevivió por casualidad. Una viga derribada lo sepultó bajo los escombros mientras sus hermanos morían. Cuando lo desenterraron, esperaba la ejecución. En cambio, le pusieron grilletes.

Ahora cargaba agua desde el Tigris hasta los jardines del palacio abasí. Cada mañana, el mismo recorrido. Cada noche, las mismas preguntas que se clavaban como alfileres en su fe.

¿Por qué Al-Muqanna no reveló su rostro? Los criados del califa susurraban que había sido un impostor, un hereje que seducía a los ignorantes con palabras hermosas. Pero Yusuf recordaba esas palabras. Recordaba cómo el aire temblaba cuando el Profeta hablaba, cómo los pájaros enmudecían para escucharlo.

No podía ser falso. Era imposible.

Una nueva idea comenzó a consolarlo mientras transportaba los cántaros bajo el sol implacable. Quizá Al-Muqanna había sentido piedad por sus captores. Si hubiera mostrado el rostro divino, los soldados habrían caído fulminados. Quizá toda la humanidad habría perecido deslumbrada por aquella luz insoportable. Había elegido morir como mortal para preservar la vida de sus enemigos.

Esta reflexión lo tranquilizaba mientras servía agua al mismo general que había dirigido el asalto a Sanam. El hombre bebía sin sospechar que un seguidor del Profeta Velado le ofrecía cada gota. Yusuf sonreía en silencio. Su maestro regresaría algún día, quizá con otro nombre, cuando el mundo estuviera preparado para su luz.

Hasta entonces, cargaría agua y guardaría la fe como un secreto.