Atahualpa observaba el tablero con expresión de quien descifra jeroglíficos. Alonso de Molina, satisfecho, explicaba por tercera vez el movimiento del alfil. El Inca asentía, movía una pieza al azar y perdía con elegante torpeza.
Los españoles se divertían enseñando al emperador derrotado. Qué placentero debía resultar instruir a quien había gobernado un imperio. Alonso de Molina se pavoneaba ante sus compañeros: «Nuestro pupilo real aprende despacio, pero mejora». Los otros reían. Atahualpa había aprendido las reglas en una tarde de lluvia, mientras escuchaba el tintineo del oro que se acumulaba en los patios como promesa incumplida.
El rescate crecía cada día. Llamas cargadas de tesoros llegaban desde todos los confines del Tahuantinsuyu. Pizarro medía el oro con ojos febriles, pero Atahualpa ya sabía. Lo había comprendido observando cómo los soldados dejaron de mirarlo a los ojos.
Un hombre condenado cuenta el tiempo de manera distinta. Las partidas de ajedrez se convirtieron en su calendario particular. Cada derrota fingida le otorgaba una jornada más, una noche adicional para contemplar las estrellas que sus ancestros habían nombrado en quechua.
Fray Vicente de Valverde apareció una mañana con su Cristo de madera y sus promesas de paraíso. Atahualpa escuchó cortésmente. Los dioses blancos no le interesaban; tenía los suyos. Pero aceptó el bautismo porque los rituales alargan las despedidas.
El capitán Rodrigo de Talavera era distinto a Molina. Más joven, menos presuntuoso. Cuando propuso una partida, Atahualpa intuyó que sería la última.
—Si gano —dijo el Inca—, concededme una hora más de vida.
Talavera sonrió. Qué extravagancia tan inocente.
El tablero se transformó. Cada movimiento de Atahualpa revelaba una precisión que helaba la sangre. Peón a cuatro rey. Caballo a tres alfil. La partida duró exactamente cinco jugadas. El jaque mate fue tan limpio que pareció una ecuación.
Talavera contemplaba las piezas inmóviles. Su rey yacía derribado, indefenso.
—¿Cómo...?
—Llevaba meses esperando este momento —Atahualpa se puso en pie—. Una hora, capitán. Es lo acordado.
Caminó hacia el patio donde sus súbditos esperaban. El sol dorado de Cusco lo recibió como a un hijo que regresa a casa. Una hora para despedirse del mundo que había gobernado. Una hora ganada al ajedrez y a la muerte.
Suficiente.