sábado, 24 de agosto de 2013

Ad portas

El siracusano nos dijo que descasaríamos en aquel bosquecillo.

–¿A qué distancia está la ciudad? –preguntó el general.

El siracusano se tomó su tiempo para responder.

–Si cruzáramos esa colina, la tendríamos a diez estadios, pero por la carretera son más de quince.

Iba a encender el fuego, pues la noche era fría, pero el general me pidió que me estuviera quieto.

–Gauda, desensilla los caballos y hazles descansar –me dijo.

Había estado muy silencioso todo el día. Se sentó contra el tronco de un pino y, mientras mordisqueaba un trozo de pan duro, comenzó a mirar el cielo.

El griego se había alejado para evacuar. Le escuché gemir de satisfacción. Nunca me había gustado, pero el general parecía tener plena confianza en él. Me tío me había dicho que, si el griego traicionara al general y lo entregara a los romanos, éstos le llenarían de oro… o le matarían.

De pronto le vi aparecer detrás de un pino.

–¿Quién…? Ah, eres tú. Es muy importante cagar todos los días –me dijo–: Hipócrates escribió que era la fuente de la salud. Necesitamos echar del cuerpo todo lo malo, y al menos una vez al día.

No le respondí. Los númidas no solemos hablar de esas cosas, que consideramos desagradables.

Busque la manta y se la tendí al general, que la tomó sin decir una palabra. Repetía unas palabras en un idioma que no conocía. No sé si estaba inquieto: al día siguiente vería la ciudad que llevaba odiando toda la vida.