Escucha un ladrido. El poblado está cerca. Había llegado a pensar que nunca regresaría. Da unos pasos más y se deja caer, desfallecido. Lleva un día caminando y le duele la herida. Esperará a que anochezca.
Ayer, su caballo –el caballo de Kuruk– murió agotado. Tenía tantas ganas de llegar que no había advertido que el animal estaba exhausto. Quizá al padre de Kuruk le habría gustado recuperar el caballo de su hijo. Pero ni siquiera eso le devolverá.
Contempla el sol. Ojalá desaparezca pronto. Quiere entrar en su cabaña, tumbarse, olvidar. Esta vez no habrá victorias que contar. Únicamente derrota y muerte. Dos adolescentes partieron con él y regresa solo. Nunca se lo perdonarán. Ni siquiera la nueva cicatriz que ha ganado le servirá de excusa. Siempre habrá un reproche.
La verdad es que nada glorioso hubo en la expedición. A Ikshu le habían matado los soldados mexicanos. Lograron herir a tres o cuatro antes de verse obligados a huir: eran demasiados. El joven demostró valor: agonizó en silencio.
Kuruk murió después, a cuatro jornadas de la reserva. Comenzaron a dispararles desde lo alto de un cerro. Tal vez un ranchero que estaba cazando carneros cimarrones, alegre por poder tirotear impunemente a los dos apaches. Su caballo cayó muerto al primer disparo. Kuruk se detuvo a ayudarle. Una bala partió el pecho del muchacho.
El sol ha caído detrás de las colinas. El guerrero entra en el poblado arrastrando los pies. Nadie le ve.