Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Ahora, cuando le acaricio, le noto más flaco. Supongo que estos últimos días de marchas y contramarchas, de caos, le han afectado a él tanto como a nosotros. Nos llegan órdenes continuas, desatinadas, pero no munición ni alimentos. No sabemos dónde está nuestro cuartel general. Ni siquiera estamos seguros de dónde nos encontramos nosotros.
Sólo Platero, la mascota de nuestra compañía, parece ajeno a nuestros problemas. Siempre está feliz. Nunca protesta por que le echemos encima más carga o un herido. Platero. Parecía que iba a sobrevivirnos a todos.
La noche es tan fría que los enemigos tendrán tantas ganas de guerra como nosotros. Hemos encendido una lumbre. Nos importa poco que nos vean desde el aire. Hoy vamos a comer algo que nos llenará el estómago. Lo hemos decidido así. Entre todos. Echaremos de menos a nuestro burro, quizá más que a Sánchez, que al sargento Fontana, que al Catalán, que a García Castro, que al Loco. Hemos perdido a tantos.
Me ha tocado a mí. Cometí el error de contarles lo que hacía en la vida civil. Todos saben cuál es mi oficio.
Por última vez acaricio el cuello de Platero. Es tierno como un niño, como una niña. Es el único de nosotros que se mantiene inocente, el único que no ha sufrido los horrores de la guerra. Hasta ahora. Vacilo como nunca había vacilado antes.
Le hundo el puñal en el cuello. Me mira sorprendido. No comprende por qué le he hecho esto. Cuando cae al suelo, no puedo reprimir las lágrimas. Paco el Carnicero se acerca. Comienza a cortar.
–Ya verás qué festín vamos a darnos, Lechuga –me dice.
No le respondo.
Microrrelato finalista del II Certamen de Microrrelatos Hontoria del Pinar