Me despedí del pelagatos de mi abogado, que todavía confiaba en el aplazamiento y en seguir arañando unos dólares al condado. Antes de salir, lancé una mirada a la hamburguesa, que apenas había tocado. De repente, me dieron ganas de devorarla.
–Vamos –ladró alguien.
Avance por el pasillo arrastrando los pies. Mis compañeros me dedicaron un sonoro abucheo.
–Esta noche os haré una visita –les dije, bromeando.
Llegué en un instante.
–Tiéndete ahí.
Antes de hacerlo, miré a los que estaban al otro lado del cristal. La viuda seguía vistiendo de negro. Llevaba un vestido muy escotado. Había gastado bien el dinero del seguro. Le hice un gesto. Me había propuesto no sonreír, pero no pude evitarlo.
Me amarraron las muñecas y los pies. El doctor se acercó a mí. Le temblaba un poco la mano. Sin embargo, me hundió la aguja a la primera.
–Listo.
Todos abandonaron la habitación. Me quedé a solas con Larry el Chamuscador.
–Aquí acaba tu carrera –me dijo.
¡Gilipollas! No le respondí. Después de comprobar una vez más las correas, me soltó unas últimas palabras:
–Ánimo y suerte.
El cabrón tenía sentido del humor.
Microrrelato publicado en Revistafiatlux.com