La polarización cumple de manera ejemplar todos los criterios establecidos por la UNESCO para ser declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Se trata de una práctica cultural que se transmite oralmente de generación en generación a través de tertulias familiares, conversaciones de café y, más recientemente, mediante las redes sociales. Esta tradición milenaria ha demostrado una capacidad de supervivencia y adaptación extraordinaria, manteniendo su esencia a lo largo de los siglos mientras se reinventa en cada contexto histórico.
Como práctica social, la polarización fortalece la identidad grupal mediante la construcción de narrativas binarias que simplifican la realidad en bandos irreconciliables. Cada sociedad ha desarrollado sus propias variantes culturales, desde las disputas religiosas y políticas hasta las rivalidades deportivas y gastronómicas, creando un rico tapiz de diversidad dentro de la unidad temática. La China antigua nos legó la eterna disputa entre confucianos y legalistas sobre el orden social, mientras que en el subcontinente indio florecían las tensiones entre budistas y brahmanistas. El mundo clásico perfeccionó el arte con los enfrentamientos entre cesarianos y pompeyanos, que establecieron los cánones estilísticos de la polarización política que aún perduran. Bizancio elevó esta práctica a forma de arte popular con las facciones de los azules y los verdes, que transformaron las carreras de carros en metáforas existenciales del conflicto humano.
La Edad Media aportó variaciones teológicas refinadas: homoousion contra homoiousion, tomistas contra franciscanos, realistas contra nominalistas, cada disputa escolástica contribuyendo al acervo cultural de la argumentación estéril. El Renacimiento democratizó la práctica con florentinos contra venecianos, mientras que la modernidad inauguró nuevos frentes: jesuitas contra jansenistas, jacobinos contra girondinos. El siglo XIX enriqueció el repertorio con romanticismo contra clasicismo, y el XX consagró enfrentamientos épicos como los Beatles contra los Rolling Stones, o la sublimación literaria de borgianos contra sabatianos en el Río de la Plata.
El mundo contemporáneo ha globalizado magistralmente estas tradiciones: halcones contra palomas, iOS contra Android, pizza de piña contra pizza napolitana, streamers contra youtubers, PC contra consoleros, reguetón contra rock.
En España, la práctica alcanza un virtuosismo singular: concebollistas contra sincebollistas, madridistas contra barcelonistas, fachas contra terraplanistas, defensores del ColaCao contra los partidarios del Nesquik, amantes del vermú contra devotos del gintonic. Cada una de estas variantes locales aporta matices de intensidad que enriquecen el patrimonio global de la polarización.
Los conocimientos tradicionales asociados incluyen técnicas ancestrales de argumentación ad hominem, estrategias retóricas de descalificación sistemática del contrario y métodos milenarios de construcción de enemigos imaginarios que trascienden la mera diferencia de opinión para alcanzar el estatus de incompatibilidad ontológica fundamental.
El valor patrimonial de la polarización resulta indiscutible cuando consideramos su universalidad y permanencia histórica. Desde las primeras disputas tribales hasta las actuales guerras de X, esta manifestación cultural ha acompañado a la humanidad en todas sus etapas evolutivas. Su capacidad para generar cohesión interna mediante la exclusión externa la convierte en una de las prácticas sociales más auténticas y representativas de la condición humana.
Existe, sin embargo, una urgencia real de protección. En algunos países como China, Rusia, Corea del Norte, Cuba, Siria o Afganistán, la polarización se encuentra seriamente amenazada por regímenes que restringen la pluralidad de bandos y sofocan el debate estéril, privando así a sus ciudadanos de este valioso patrimonio. Incluso en países o regiones donde antaño florecía con exuberancia —como Venezuela, El Salvador, Escocia, Cataluña o el País Vasco—, se advierten riesgos de homogeneización que podrían empobrecer la práctica. Las nuevas generaciones, influidas por conceptos potencialmente peligrosos como los «matices», la «complejidad» o el «diálogo constructivo», podrían poner en riesgo esta tradición ancestral. La UNESCO debería actuar con celeridad para preservar este patrimonio antes de que las tendencias hacia la moderación y el entendimiento mutuo lo erosionen irreversiblemente. Incluso podríamos organizar festivales internacionales donde cada país presente sus mejores exponentes del arte de estar completamente en desacuerdo, celebrando así una de las manifestaciones más genuinamente humanas de nuestra especie.
Como medidas complementarias, podría financiarse la creación de reservas naturales de polarización, donde los visitantes contemplen enfrentamientos controlados entre bandos irreconciliables; o la instauración de granjas escuela de insultos intergeneracionales, para que los niños aprendan desde pequeños a reproducir con fidelidad las técnicas retóricas heredadas. Solo así garantizaremos que este tesoro cultural continúe dividiendo a la humanidad con la misma pasión de siempre.