domingo, 9 de febrero de 2014

El cazador de lagartos

“Del interior de la cueva salía el hedor de cien cadáveres putrefactos. El caballero, tras un instante de vacilación, asió fuertemente la espada y dio un paso adelante.”
Stanislaw Adamczewski


Vino por el Camino Real, lanza en ristre, la visera caída, el caballo al paso. Nos pareció uno de esos caballeros que, por alguna irreflexiva promesa, cruzaban los puertos para medirse con los campeones moros. Sólo cuando se acercó, y vimos la figura de San Jorge Capadocio en su brillante escudo, resplandeciente como espejo, colegimos que era un cazador de lagartos. Casi estábamos olvidados de la sabandija que moraba en la Cueva Honda. En otro tiempo, su malevolencia la había hecho asaltar la ciudad para robar niños y doncellas. Mas hacía años que nadie la había visto. De vez en cuando, un pastor denunciaba ante los regidores la desaparición de una oveja, de una cabra. En ocasiones, cuando las mesnadas regresaban de la campaña contra el moro, el corregidor hacía arrojar uno de los cautivos a la gruta para aplacar la gula de la bestia. 

El último cazador de lagartos, venido un decenio atrás, se perdió, como los otros, en las profundidades de la Cueva Honda. Durante años, los cazadores, atemorizados quizá por la ferocidad o el tamaño de nuestro lagarto, habían evitado acercarse a una ciudad amenazada por tal alimaña. Cada año nuevo, empero, el corregidor clavaba en las puertas de la iglesia Mayor la recompensa por matar a la bestia: doscientos enriques de oro, una casa en San Andrés, doscientas fanegas de buena tierra de cereal y lo necesario para dotar a la hija de un hidalgo o infanzón de la ciudad. El sol y la lluvia acababan destruyendo el papel sin que nadie le hubiera hecho caso. Los avisos remitidos a los reinos de Castilla tampoco obtenían respuesta.

Este caballero, el cazador de lagartos, descabalgó junto a la muralla y, sin alzar la visera, habló a los soldados de la guardia y a los curiosos allí agolpados. Ya que nadie entendió su plática, hubo que traer al canónigo lectoral, que, habiendo estudiado en su juventud teología en París, conocía, además del latín, muchas otras lenguas de cristianos. Después nos diría que el caballero procedía de una lejana tierra septentrional de la que nadie había oído hablar.

Era un caballero extraño. La visera del yelmo siempre bajada, no llegamos a verle el rostro. Su armadura, aunque compuesta, presentaba abollones y rayados que quizá hubieran necesitado del diligente trabajo de un armero. Aquel escudo de un brillo especular llamó nuestra atención. Sin duda, no era la primera vez que el forastero enfrentaba a una bestia. 

El corregidor, cuando llegó junto al caballero, le hizo saber que, en su honor, los regidores, el concejo y él mismo darían un banquete. Somos muy aficionados en nuestra ciudad a los convites y era uso banquetear para celebrar a los paladines que iban a afrontar al lagarto. Además, es sabido que los soldados necesitan la bebida para darse valor antes de la batalla. Sin embargo, el caballero, por medio del lectoral, dijo que no quería agasajos ni banquetes. Sólo necesitaba agua fresca, y cebada y paja para su caballo, extenuado por el largo camino. Pedía permiso al corregidor para velar armas y rezar extramuros.

Pasó el forastero la noche de rodillas, musitando oraciones en su lengua. Y poco antes del amanecer, sin aceptar ninguna ayuda de los pajes enviados por el corregidor, comenzó a preparar su caballo. Los curiosos que a hora tan temprana le observaban, nunca olvidarán la ceremoniosa lentitud con que el caballero colocó la manta, subió la silla, apretó las cinchas.

Por fin, cuando los rayos del sol acariciaban las torres de la alcazaba, el caballero subió a su caballo y se dirigió a la Cueva Honda. Entonces le mirábamos como se mira a los muertos, de los que nada más se sabrá hasta el Juicio Final. 

Después supimos que el corregidor había regañado al lectoral por no haber instruido al extranjero sobre la manera mejor de matar al lagarto. Otros caballeros habían pedido al concejo una oveja y la habían atado junto a la boca de la gruta, esperando, para matarla, que la bestia saliera. Si la añagaza había fracasado, era más por la ferocidad del lagarto, por la reciura de su piel, dura como brigantina, por su tamaño monstruoso.

Pasó aquel día en que el caballero había partido a la Cueva Honda, vinieron y pasaron otros días. Ya todos empezamos a olvidar al extranjero, cuando una tarde, un soldado de los de la muralla dio aviso de que alguien se acercaba. El caballero caminaba cansinamente, el rocín de la brida y, sobre la silla, el sanguinolento pellejo del lagarto. Su armadura presentaba más abolladuras que antes, pero su escudo brillaba como la primera vez que lo vimos.

El caballero se detuvo cerca de la puerta de Granada, arrojó la piel del lagarto al suelo y dijo algo en su incomprensible lengua. Pide agua, tradujo el lectoral. Una solícita doncella le ofreció un vaso de agua cristalina. El corregidor, con hermosas palabras, celebró el triunfo del adalid. Dijo que le admitiría como a uno de los caballeros de su casa y que añadiría a la recompensa fijada otros cincuenta enriques de su peculio. También le pidió que se descubriera. Mas el extranjero no hizo caso de la parla del corregidor. Acarició los belfos de su caballo y musitó unas palabras. 

El lectoral dijo que el caballero no pedía nada, quizá sólo un poco de pan para el largo camino. Dios le castigaría si tomase algo más, pues todavía había bestias que asolaban las tierras de cristianos.

El corregidor hizo colgar el pellejo del lagarto en la iglesia Mayor y envió obreros que cerraran la boca de la Cueva Honda, para que ninguna bestia habitara allí nunca más. Así fue como vino el caballero del norte, y como marchó. Y algunos de nosotros quedamos tristes, porque nuestra ciudad ya no tenía un lagarto al que temer.

Relato finalista del XVI Certamen de Narraciones Breves Ideal