Llamé a Eriksen y le di la dirección.
–El 57 de la calle Shelton.
–¿Está ahí esa víbora?
–Aquí está –le dije–. Dese prisa, señor Eriksen.
Veinte minutos después le vi aparecer en su gigantesco Silverado. La calle seguía completamente desierta.
–¿Dónde está?
Señalé el viejo caserón.
–No veo su coche.
–Han venido en el de él.
–Esa puta…
No se fijó en el aspecto descuidado del jardín.
–Por detrás, señor Eriksen.
Le señalé una ventana entreabierta. Su corpulencia no le impidió atravesarla. Arriba se escuchaban unos gemidos.
–¡Es ella!
–Chist.
Impaciente, comenzó a subir las escaleras. Estaba tan excitado, que no advirtió que había sacado mi pistola. Apunté al centro de la espalda. Tuve que disparar tres veces antes de conseguir que cayera.
Pasé por encima de su cuerpo y subí al dormitorio para apagar y recoger el reproductor. Cuando bajé, Eriksen ya estaba muerto. Pensé que ya sólo faltaba que su mujer terminara de pagarme.