Aquella noche que pasó en la Gran Pirámide, Napoleón Bonaparte soñó —o al menos así lo contó después— que entre dos enormes piedras había un amuleto. Al despertar, allí estaba. Lo llevó siempre colgado, y aunque ya era afortunado —recordemos el episodio del puente de Arcole—, su suerte mejoró.
Se decía que era pequeño, apenas del tamaño de un medallón, y tenía forma de escarabajo —como los que los antiguos egipcios tallaban en jade o lapislázuli para engañar a la muerte. El de Napoleón, sin embargo, no era de piedra, sino de un metal oscuro, sin brillo, como si absorbiera la luz y la fortuna ajenas. En su centro, una inscripción ilegible: tal vez jeroglíficos, tal vez simple desgaste del tiempo. Bonaparte lo llevaba al cuello, oculto bajo el uniforme, como quien no quiere tentar a los dioses presumiendo de haber robado uno de sus artefactos.
Su criado mameluco, Roustam, lo olvidó en la campaña de 1809. Todos sabemos lo que ocurrió en Essling. Hubo que traerlo de París; unas semanas más tarde, Napoleón aplastó a los austriacos en Wagram.
Cuando iba a iniciar la campaña de 1812, se dio cuenta de que no encontraba el amuleto. Pensó que no lo necesitaba, pues derrotó a Kutúzov en la batalla del río Moscova. Luego, para su desdicha, llegó la retirada de Moscú y una larga sucesión de derrotas: Leipzig, Vitoria, Waterloo…